Ladrón malo, ladrón bueno

Hay un extremo sobre el cual diré la verdad, y es que voy a contar mentiras.

Luciano de Samosata

Robé una y otra vez y jamás me descubrieron:

pasitas, chocolates y tampones, baterías AA,

desodorantes; un anillo de plata

—se le desprendió el granate

y nunca más volví a lucirlo—,

un par de pantalones de mezclilla

—regresé al lugar del crimen

porque olvidé mis lentes—,

un libro de Rosario Castellanos

—regresé a pagarlo, fingiendo

haberlo llevado por descuido—,

una antología de Lȇdo Ivo mal traducida,

cuya lectura abandoné a la mitad.

Comía hamburguesas

sin pedir la cuenta nunca,

aconsejaba sobre asuntos

de los que no tenía la más remota idea.

Daba nombres y apellidos falsos

en la lavandería, las encuestas callejeras,

los boletos de autobús entre ciudades,

inventaba historias para los taxistas

sobre pueblos que nunca había visitado

y les convencía de cambiar

a otras marcas de aceite inventadas por mí;

tenía novios similares en ciudades diferentes,

cuya semejanza me hacía fantasear

con que eran el mismo.

Pero cada noche, sin falta, al llegar a casa,

me desmaquillaba a conciencia,

lavaba los trastes mientras repasaba mi día

con la atención necesaria para no olvidar

ningún detalle de lo que sí ocurrió

ni falsear la historia en sus mínimos engaños

para poder contársela el fin de semana

a mi abuelo de noventa años

que me esperaba porque alguien más le daba aviso,

y ya no podía reconocerme.

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