Lo primero que noté fueron mis dientes

LO PRIMERO QUE NOTE FUERON MIS DIENTES

Lo primero que noté fueron mis dientes. 

Acostada, como maniquí olvidado, parecía que mis brazos habían sido encajados a mi torso a la fuerza y que mis piernas se doblaban sobre sí mismas. Pese a la incómoda posición, casi no me movía. Una fuerza invisible me lo impedía. Mis ojos eran lo único activo dentro del mar de telas en el que pasaba mi tiempo: sábanas, colchas, toallas. 

Mis padres se dieron por vencidos. No me había levantado en días; no había comido algo sólido en semanas; el olor que expedía mi cuerpo era el de plástico derretido. 

Yo no noté eso… hasta que una de las mil noches en las que me dejé ir por el mar de telas, mis ojos dieron tantas vueltas que pude formular una pregunta “¿Cuándo había sido la última vez que había visto mis dientes?” No lo recordaba. 

La ridícula ansiedad de que tal vez ya no estuvieran donde los había dejado me levantó de la cama. Luché contra las sábanas, que se unieron con las colchas y las toallas para mantenerme hundida. Corrí al baño y prendí la luz. 

Abrí la boca. Ahí estaban mis dientes, más no como los había dejado. Pretendí tocarlos, pero no me atrevía del todo. Cerré la boca preocupada, pasé mi lengua por ellos. No me recibió una textura lisa. Mis dientes estaban huérfanos. Abrí la boca otra vez. Una muela, la más sola, casi negra, me volteó a ver resentida.

La culpa me azotó de golpe. Si hubiera tenido la fuerza para llorar, o tal vez la energía para gritar “¡Esa muela no es mía! ¡No la conozco! ¡Estos dientes son extraños, no sé qué hacen aquí!” lo hubiera hecho, pero no podía. Me vi a mí misma en la última muela, la más desahuciada, y algo se rompió. Entendí que me dolía el estómago, pero no tanto como la cabeza. Sentía que los pies me fallaban, pero no tanto como los ojos. Y sobre todo, mis dientes, mis pobres dientes, se apretujaban contra mis encías demandando ser atendidos.

Me volví a ver al espejo. Respiré y me olí asquerosa. Me abracé y me supe sola.

Ya en el baño, abrí la llave de la regadera.

El agua se oponía a las telas porque no era asfixiante. Ella venía y se iba, y me dejaba ir cuando no volvía. 

Salí de bañarme, tomé mi cepillo de dientes y lo coloqué en mi boca en vano. No había manera de salvarlos. El daño que me hice es permanente.

Semblanza

Catalina Tinoco Ruiz es estudiante de Letras Modernas en la FFyL de la UNAM. Nació en la Ciudad de México un 12 de febrero del 2000 y desde pequeña mostró interés por las historias, lo que devino en una obsesión con los libros y el chisme. Cursó su educación preparatoria en la ENP 6, donde perfiló su interés hacia la literatura. En 2021 continúa sus estudios de licenciatura, que planea terminar en algún momento el próximo año. Mientras tanto, hay muchos chismes que escuchar, muchos libros que leer y mucho tiempo que vivir.

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