Montañas de carne

monatana

Una miga estaba en el suelo, entre torpes pasos de la señora de la casa. La rata se lanzó a correr para atrapar el trozo; en la oscuridad detrás de la cortina, roía la miga parecida a una piedra, veía a la señora con un recipiente de agua, humedeciendo trapos que ponía en la frente del panadero, su hija e hijo. Llegó a su agujero, detrás de la cama, ahí vio a otras ratas que se volvieron tiesas de la noche a la mañana. 

La rata paseaba por los estantes vacíos, no quedaban migajas. Era la última rata de la casa, sin morir de repente o irse por hambre. Otra vez en el agujero de la habitación, lamía su pelaje crespo, petrificado por la sangre coagulada que emanaba de las costras en su lomo, abdomen, tronco, hasta en el tórax, todas hechas por sus mismas garras que intentaban parar una comezón incesante. 

La rata escuchó pasos que retumbaron en las maderas, puertas abrirse, personas salir, después alaridos de la señora. La rata saltó a la cama; ahí dormían los hijos, pero estaba vacía. El panadero respiraba con dificultad en la otra cama; la señora bebía una botella de vino, sus labios estaban enrojecidos, la cara pálida, embadurnada con lágrimas. 

La rata no iba a irse, esperaba sentir de nuevo el calor del horno, oler la masa, esperar a los desperdicios caer al suelo. Su espera duró días. Mientras andaba entre los escondrijos de las paredes, le llegó un aroma penetrante. En la habitación no escuchó ningún ruido, se aventuró a ir por la luz de las ventanas, vio su cuerpo, apenas le quedaban unos pelos, su piel estaba agrietada, ceniza, rasguñada. Rascó su columna en la esquina de una madera, mordió su pellejo, atrapó algo que se movía en su cuerpo y explotó entre sus dientes. 

La rata escaló una cama, encontró unos bultos. Subió por el panadero para llegar encima del vientre, no sintió ningún calor, ningún movimiento. Fue a la cara, los ojos estaban inmóviles, petrificados; la boca estaba abierta, la rata pasó su cola que se metió hasta casi la garganta, no hubo reacción. Vio al otro lado, estaba la señora, otra montaña de carne. Saltó a ella; en el brazo, al caer, las garras abrieron la piel, el estómago de la rata gruñó. Su hocico se manchó de sangre, comía pedazos de carne aguada. 

Unos ruidos asustaron a la rata. Unos hombres que llevaban máscaras con un pico de pájaro abrieron la puerta. Sacaron al panadero, luego a la señora, los arrojaron a una carretilla; la rata iba entre ellos, comiendo, esperando que el panadero volviera a hornear. 

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