La vida extraordinaria

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Si alguien me preguntara, no tendría reparo en decir que he vivido una vida extraordinaria, pues aunque quizá no crecí en el lugar más deslumbrante o en la casa más rica, afortunadamente siempre he tenido la oportunidad de viajar, de salir de casa y perderme por ahí. A veces voy a algún lugar cercano: al parque del pueblo o a la casa de mi amiga de la infancia, donde, si es temporada, nos ponemos a recolectar las moras de los árboles de su enorme patio. Con frecuencia visito a mi abuela, donde paso largas horas platicando con ella mientras observo cómo teje su petate. En ocasiones me siento más aventurera y voy a la ciudad o a alguna playa cercana. Otras veces soy mucho más osada, y emprendo un viaje en carretera o a algún país de oriente. No voy a mentir, no todo siempre es agradable; a veces me he encontrado en situaciones complicadas o extrañas. Es más, en un par de ocasiones he perdido a seres muy queridos para mí en nombre de nuestras aventuras. Pero no dejo que el miedo me paralice ni que nada me detenga. Después de ver algún programa de TV, o leer un libro realmente interesante sobre algún lugar lejano, decido que debo ir ahí. Lo visito pronto, conozco a su gente y sus costumbres extrañas y hago amigos (y enemigos también, claro). He estado en decenas de países y conocido muchas culturas, me he quedado atrapada en medio de un par de guerras e incluso he dejado en el altar a un par de hombres. He vivido tantas cosas que creo que nunca terminaría de contarlas, considerando que algunas historias apenas si puedo recordarlas. Lo mejor de todo es que ir a esos lugares es de lo más sencillo; lo único que debo hacer es ir con cada miembro de mi familia que esté en casa, decir “buenas noches”, ir a mi cuarto y echarme a dormir.

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