Pedaleando

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“Llévele, llévele, tamales calientitos para los que no han desayunado y no olviden su champurrado, guajolotas para los que tienen hambre, llévele, llévele.” Dice el tamalero mientras se queda sin aire después de empujar su triciclo amarillo. Se detiene frente a las oficinas del banco central. Los empleados bajan o llegan apurados, compran y se van; el triciclo continúa hasta el siguiente conjunto de oficinas. El sol se pone cada vez más duro, y los clientes escasean. En su pedalear, el tamalero se encuentra con el vendedor de tacos de canasta, en una bici rápida, que en algún momento fue de carreras, pues don José quiso ser pro, pero, como muchos, se quedó en el camino. De un lado lleva salsa verde en un tambo de mayonesa y gracias a un primo logró poner la canasta con taquitos y ahora pedalea y pedalea. Entre bicis se saludan y el tamalero sabe que su día termina: 

—No se aleje tanto, don José.

—Nunca, pedaleando llego a casa—. Se despiden y lo único que se oye es el ruido de bicicletas sin pedalear. 

 

El sábado por la mañana, Ernesto y Raúl se ven cerca del centro de convenciones, para dar su típico paseo: pedalean por recomendación médica, demasiadas comidas, demasiado alcohol; además era un buen pretexto para presumirles a sus amigos del Country Club el precio de sus nuevas bicis, hechas a la medida, italianas, una cosa sorprendente. Algunas veces solo ruedan, se ponen audífonos y platican a la hora del desayuno, otras veces suben al cerro, se toman fotos que luego suben a sus redes. Esta vez dieron la vuelta a sus casas, con la idea de llegar al club. En el camino platican de todo, de sus hijos, de sus amantes, de la oficina, de la cruda producto de la comida de ayer. Mientras ruedan, se cansan, juegan con las velocidades, retoman el aliento; al poco rato se agotan. Pero no están lejos de su destino. 

En sentido contrario viene pedaleando a todo lo que puede el tamalero, después de su dura jornada. Ernesto y Raúl ven que se acerca y lo rebasan sin más, no lo ven, dejan que pase por en medio; interrumpe su conversación. El tamalero perturbó su paseo sabatino. Cuando los dos amigos se juntan dicen: 

—Luego por qué los matan. 

—Sí, pinche irresponsable. 

—Aunque sí se antojan unos tamalitos. 

Los dos ciclistas llegan al Country Club, para desayunar piden fruta y tamalitos para quitarse el antojo. Suena el teléfono de Raúl, “es mi vieja, espérame tantito” dice mientras responde: 

—No estoy lejos, pedaleando llego a casa.

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Comentarios (1)

Qué rica lectura. Ver con este cuento un poco de la irónica realidad que ocurre en el México lleno de tantos contrastes.

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