El costo de la libertad

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Llueve como aquella noche cuando mamá me reveló sus deseos mientras yo me cubría de pies a cabeza con las sábanas. El frío se colaba por las rendijas de la madera podrida y ella me susurraba al oído lo que veía en la penumbra y que muchos queríamos ignorar. Las gotas caían con fuerza, aunque no como las balas que se estrellaban contra las paredes, contra el techo, contra todo lo que pudieran destruir. 

Yo estaba aterrada, ¡cómo no estarlo!, era una niña de cinco años que conocía la maldad, mientras otros tan solo habían escuchado de ella en los cuentos. Mi madre lo sabía mejor que yo, y por ello cada noche me contaba sus deseos, para que yo construyera los míos, o quizá sencillamente para que no me olvidara de los suyos. 

Han pasado veinte años y la libertad ha sido tan efímera que parece esfumarse en un abrir y cerrar de ojos. Comencé a saborearla el día que asistí por primera vez a la escuela, fue tan placentera como la había imaginado, la inhalaba con ganas, me extasiaba mientras las cadenas se rompían. Me crecieron alas y aprendí a volar como los cometas, llenándome de colores, surcando el cielo sin miedo. Los deseos de mi madre y los de muchas mujeres afganas se materializaron junto con los míos, al fin estuvimos vivas.

Hoy los grilletes comienzan a aferrarse de nuevo a los tobillos de muchas de nosotras, los veo en las niñas de diez años a quienes no dejan asistir a la escuela, en las profesoras a quienes les han prohibido dar clases y, tristemente, los vi comenzar a aferrarse sobre mí cuando me impidieron salir de la universidad sin una figura masculina. Cómo explicarles que mi padre murió hace años para que yo pudiera gozar de esta libertad que hoy se empeñan en arrancarme. 

Regreso a mi dormitorio y mi cabeza cae sobre la almohada mientras la lluvia comienza a arrullarme, comienzo a flotar hasta que el sueño me atrapa… De pronto, ¡la siento!, me envuelve con sus brazos y el miedo desaparece, ahí está su voz cantarina contándome su historia favorita:

«Una vez vi un bosque lleno de vida, las mujeres podíamos vernos el rostro, ser escuchadas, reír a carcajadas. La guerra era sólo cosa del pasado, no había por qué temer ni refugiarnos, podíamos respirar con tranquilidad, pero sin olvidar, porque el olvido puede hacernos tropezar varias veces con la misma piedra». 

«¡Una vez vi un lugar donde las mujeres no teníamos que ocultar nuestros sueños!». 

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