Encuentros

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Una vez vi un bosque en donde una pequeña niña de ocho años caminaba entre los árboles. Faltaba poco para anochecer cuando se detuvo frente a un almendro; parecía que había llorado y la noté asustada. Su papá se había ido de casa y ella salió a buscarlo. Mientras deambulaba entre los árboles, gritaba: «Papá, papá no nos dejes». Tenía la esperanza de escuchar una respuesta, sin embargo, solo el murmullo del viento respondía a su súplica. Se cansó y decidió resignarse al abandono. Me acerqué a ella y le dije: «Sé que estás confundida y triste, pero todo es temporal. Pronto regresará tu papá. El viento lo alejó como aleja las hojas de los árboles en otoño. Pero ese viento siempre guía a las hojas perdidas de vuelta a casa».

Ocho años después regresé al bosque. Pequeños árboles habían crecido, algunas flores se habían marchitado, pero el almendro donde encontré a aquella niña tiempo atrás se mantenía casi idéntico, a excepción de algo que llamó mi atención: unas letras dentro de un corazón: C + G. De pronto, vi a una joven de dieciséis años. Se veía triste y molesta. Sus gestos y lágrimas reflejaban el dolor que deja el primer amor; quizá un rompimiento o una pelea. Iba pateando las rocas y pisando las ramas cuando me reconoció y empezó a contarme sobre él. Fueron novios más de un año; apenas aprendía a querer, a expresar lo que sentía de la forma correcta y a entender lo que implicaba tener una relación. Tomé su mano, la abracé y le dije: «No intentes borrar aquellas marcas, ahora son parte de la vida de este almendro y de la tuya; serán un constante recordatorio de lo bueno, lo malo y lo aprendido en esta relación».

Ayer regresé al bosque. Pasaron casi diez años sin respirar el aire del lugar, pero era necesario hacer esta visita y reencontrarme conmigo misma. Comencé a caminar por esa senda que mis pasos habían formado a lo largo del tiempo, la cual finalizaba con aquel viejo amigo llamado almendro. Ya no había crecido, pero se veía diferente; lucía muy hermoso y parecía que en algunas ramas empezaban a surgir pequeñas flores blanquecinas. Cuando bajé la mirada, me sorprendí mucho al ver a aquella niña que había conocido tiempo atrás ahora convertida en una mujer de casi veinticinco años. Estaba sentada con un gran libro color verde en sus manos, era Peter Pan, nuestro favorito. Se veía feliz, plena y disfrutaba ese momento con la persona que más amaba: ella. Los años le habían hecho lo mismo que al almendro en el que se encontraba recargada: ella también había florecido.

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