Magia negra

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Cuando llegué a casa todo parecía diferente, mamá estaba enferma. Dormía, su respiración era torpe e irregular. En su tocador había un sobre con mi nombre, lo tomé y salí, me pesaba la cabeza. Nuestra relación nunca fue buena, supongo que la quería y no deseaba que estuviera sola. Fumé una cajetilla hasta que el sol poniente se desvaneció. Cuando regresé aún dormía con la cara hacia la pared. Tenía miedo de su rostro severo, de la forma en que me miraba cuando algo no le parecía. Me hallaba en la puerta cuando la señora que la había cuidado todo este tiempo me preguntó si había leído la carta que estaba sobre la mesa.

Olvidé que llevaba la carta en mi bolsillo. En un papel revolución arrugado había una línea escueta: «rápido y sin ver atrás dile a Rosa que ya es hora». Antes de mencionárselo siquiera, la señora me dijo que la bruja vivía en la montaña, guardó silencio y se escabulló. «Qué extraño», pensé; mi madre siempre me pareció una puritana. 

Caminé y conforme mis pasos me alejaban me sentía lúcido de nuevo, recordé entonces las visitas a medianoche, los cánticos, los antiguos códices que escondía en lo alto del librero. Detuve el ascenso, decidí regresar a casa. Esperé en silencio, furtivo en el umbral. Al ingresar, noté una escasa luz que salía de la habitación de mi madre, me acerqué, se encontraba sentada dándome la espalda. En la penumbra temía que mis latidos me delataran. Algo estaba mal. Sudaba, escuché sílabas inconexas, «hic est». Después se recostó hacia la pared. Pensé racionalmente, su mente no debe estar bien, delira. 

Me deslicé hacia la biblioteca, abrí un palmo de cortina para que me iluminara la luz de la luna llena. Bajé los libros, pero no eran los que buscaba. Recorrí la estancia, en un rincón encontré un libro abierto que mostraba la imagen de un hombre desollado. Me detuve morboso a observar los nervios expuestos, las señales donde debían hacerse las incisiones, leí torpemente «in tenebris no ni venite inter pater manducare et manis ten ubiscum, eternum in tenebris». 

Callé, cerré los ojos, me adentré en mi memoria y di con aquellos momentos cuando en mi infancia espiaba a mi madre a través de la brillante cerradura, ella leía concentrada, murmurando. El mismo recuerdo, una y otra vez, hasta que lo descubrí: el rostro que se reflejaba en el latón de la chapa no era el mío, era el de una niña de cabellos rizados. Volví en mí al azotarse la puerta. Una silueta se aproximaba en la oscuridad. Retrocedí aterrorizado, se acercó hasta la luz para mostrarme una sonrisa descarnada y un dedo huesudo que señalaba al libro abierto, aquella diablesa no era mi madre.

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