Tenue luz de vela

La tormenta se apoderaba del bosque. Mis pies iban como patines sobre el camino de piedras. Mi impermeable se encontraba empapado: parecía una extensión de mi piel. Mis ojos no paraban de llorar, podía percibir las gotas de lluvia y el sonido del caudal, el retumbar de la tormenta se llevaba con un bailoteo a las hojas de los árboles. En el escenario de caos, se asomaba una cabaña a lo lejos. La tormenta no cesaba, así que me precipité a llegar a ella. Llegué finalmente a la puerta pero me detuve un momento antes de tocar. La puerta estaba entreabierta. Temblorosa, entré a la cabaña de madera; estaba hecha de caoba. Al pasar el marco de la puerta un silencio lúgubre y una sensación de soledad se adueñó de mí. La luz de una vela emanaba desde el fondo de la cabaña llevando su calidez hacia mí, absorbiendo mi atención. El tiempo se detuvo, y por un momento, la tormenta cesó. Ese silencio me dio un respiro para contemplar la casa: los muebles estaban impecablemente limpios, pero todo se encontraba inmóvil: parecía que alguien había dejado de habitar ese espacio desde hace muchos días, quizá años. 

Al lado de las velas había retazos de cera y pabilos, parecía que habían prendido y apagado velas desde hace un largo tiempo. Sin embargo, no encontraba a nadie en la casa. Sin darme cuenta, mi mano alcanzó una flama y el calor penetró mi piel, pero al ver mi mano, no había ninguna marca. De un momento a otro, mi cuerpo empezó a arder: el fuego empezó desde mis manos, las cuales se hacían más cortas y poco a poco se fusionaban con mi torso. Me quedé inmóvil. Mi estatura empezó a disminuir y mi piel empezó a convertirse en tersa cera de abeja. Mis gritos silenciosos no pararon hasta que mi boca se selló y todas las facciones de mi rostro desaparecieron. La luz de la vela que estaba encendida se extinguió, convirtiéndome en la nueva luz.