El embrujo

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Catalina juega a los embrujados: no puede hablar hasta que digan su nombre. El problema es que nadie lo hace: ni su padre, ni su madre, ni la maestra cuando pasa lista. Catalina piensa que está muerta. Se imagina que su salón de clases es un cementerio y su pupitre la tumba donde a sus padres se les olvidó llorar. Siempre está calladita en el rincón. Cuando quiere hablar, algo se escapa, algo rehúye, no logra identificarlo. Su madre le grita: “Hija”. Su padre le grita: “Estorbo”. Catalina no encuentra su espacio ni su lugar. Al caminar entre helechos, su memoria se desvanece: olvida el alfabeto, el color de su mochila, el ruido del autobús escolar. Es un fantasma empequeñecido por el paso del tiempo que no tiene voz ni cuerpo. Podría ser cualquier cosa, menos una niña.

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