Encantamiento

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De las sombras sobre la pared, las narices aguileñas y arrugadas, otras redondas y rosadas, diez monjes conversaban sentados en sillas contiguas de madera tallada con frutos adosados al respaldo. Las sillas estaban accidentadas por el trabajo impreciso del artesano que las había elaborado, por lo que, en algunas ocasiones, las palmas de estos hombres guardaban astillas o las marcas de algunos rasguños, sea por la brusquedad de su fuerza o el descuido de estos al tomarlas.

Ocasionalmente conversaban sobre los denarios que circulaban en los mercados del Imperator Augustus, Carlomagno, cerca de las aguas del Rin; algunos comentarios triviales sobre la neblina espesa que disfrazaba a los pinos, abetos o los olmos de ninfas; o el repudio de algunos caballeros sobre el papa o los conflictos constantes que se daban lugar en las fronteras.

Una mañana de primavera, uno de ellos, llamado Adal, confiado por el canto de las aves risueñas, emprendió una larga caminata. Bordeaba un riachuelo, cuando entre sus rocas y aguas cristalinas, un joven delgado junto a una fogata con un amuleto tallado en piedra de tres espirales unidas: regalo de un sacerdote druida de sus viajes, mientras lo observaba, murmuraba algunos versos:

– Eiris sazun idisi…

Adal se sobresaltó ante el contenido de esa canción. Escuchó hasta que el hombre desapareció, comido por los caminos. Pensó si la presencia de aquel hombre recitando esas palabras tenía algún valor. Discrepaba en la posible presencia de los espíritus que ahí se conjuraban.

Al pasar los días, guardaba inquietud hacia el bosque a través de sus ventanas o al andar por entre los crujientes carrizos.

Un monje de cejas pobladas caminaba dando un paseo por las pilastras de un pasillo del monasterio. Se acercó al joven con un pergamino de sujeto a su mano derecha.

—Son fantasmas vivos, atrapados en las paredes de las cortezas de los árboles. De abedules y de pinos enlazados por una espada, por dos espadas, por tres espadas sin costras ni alas. Caminos caprichosos de una sola senda o bifurcados, destruidos. Ninfas desheredadas de las pilastras, de las casas, de las risas de los atenienses, ahora venidas a los bosques para sobrevivir — susurró el monje de barba gris.

—Posiblemente sean fuerzas que desconocemos aún— replicó Adal, mirando perplejo por la ventana hacia el pasto húmedo.

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