Fortuna contra Destino

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La noche es cálida, igual que aquella vez hace quince años. Todavía la recuerdo bien: el aire olía a azúcar y el ambiente se inundaba de risas y asombro. Todo era un juego de luces y colores, y el pasto crujía a cada paso de quienes deambulábamos por aquél lugar.

—¡Miren! ¿Por qué no vamos allí?— Señalé una carpa color púrpura con adornos colgando por todas partes. En su letrero sin brillo se leía Fortuna.

Al principio, mamá y papá dudaron; pero después de que cada uno probó su suerte, me indicaron sonrientes que podía intentarlo. ¡Qué emoción! A los ocho años y ya podía entrar solita.

En fin, la inocencia de esa edad. Mejor dicho, la ingenuidad.

Me encuentro afuera de aquella misma carpa, escuchando a mis amigas acerca de la buena fortuna en el amor de una y la buena suerte como emprendedora de la otra. Ahora me toca a mí.

El interior continúa siendo místico e imponente, pero ya no me intimida; con adornos y objetos ocupando cada espacio aquí y allá, pequeños focos pendiendo de cordones desde el techo, y en el centro una mesa circular con la bola de cristal y dos sillas; una está ocupada por una mujer mayor con el cabello blanco, vestida con una bata de seda café dorado. Me indica que tome asiento y levanta sus cartas de tarot.

—¿Me permite?— La interrumpo extendiendo la mano hacia las cartas.

Tras observarme detenidamente, asiente y me las entrega. Entonces las reviso una por una, buscando la carta que quiero. Me detengo al ver la imagen de lo que, de niña, me parecía una brújula; tomo la carta para separarla del resto y la pongo sobre la mesa.

—La rueda de la fortuna—. Comienzo a hablarle a la anciana. —Hace tiempo me dijo que esta carta significaba que el resto de mis días serían felices—. Con cuidado, me quito la mascada y la peluca de rizos castaños que cubren mi cabeza. —Nunca me dijo que los tenía contados. No me explicó que la fortuna podía estar en mi contra—. Acomodo mi peinado de nuevo y le dedico una sonrisa. —Aun así, le doy las gracias; desde entonces intento que cada día sea uno bueno.

Me doy vuelta para irme y escucho su triste voz:

—Es una lástima que la fortuna no siempre le pueda ganar al destino, pero, Andrea, nosotros decidimos cómo jugar nuestras cartas.

Le doy una última sonrisa y salgo de la carpa.

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