El destino es el sentido que encontramos entre coincidencias. Otorgamos un gran peso de significado a los pequeños sucesos para encontrarlo, porque nos aterra aceptar que no hay manera de que el futuro se conozca. Somos seres narrativos, contamos historias para heredar conocimientos y explicarnos las abstracciones que rigen nuestro universo, pero del futuro no podemos decir mucho, por eso inventamos atajos que nos ilusionan con la idea de tener un cierto control sobre el porvenir.
Hace años una tía muy cercana aprendió a leer el tarot egipcio. Nunca se me ocurrió preguntarle por qué. Me ganaban las ansias de que me lo interpretara y me ayudara a tener una idea aproximada de lo que sería de mí. Mis manos temblaban cuando me pedía que partiera y barajara. Mientras ordenaba las cartas sobre la mesa del comedor, todavía con moronas de la comida familiar, mis nervios se volvían casi incontrolables. Me tomaba un gran esfuerzo aparentar tranquilidad frente a todos, cuando en realidad la ansiedad me estaba sobrellevando. Tenía un gran deseo por saber qué pasaría con mi vida, y me daba miedo descubrir que sería algo ordinario. Afortunadamente, las adivinaciones que ofrece el tarot son vagas, lo que me brindó un gran espacio para llenar esas interpretaciones con sueños y fantasías. Si me aparecía la carta de La Inspiración, yo comenzaba a pensar en el amor ideal y permanente, que con seguridad aparecería pronto, porque el tarot lo dictaba así, en la línea del futuro a corto plazo; si me salía la carta de El Argonauta, llenaba la interpretación con ideas de las ciudades que habitaría y los destinos lejanos a los que me iría a estudiar.
Hubo una ocasión, la última vez que mi tía accedió a leerme las cartas, en que me salió La Persuasión, y ella me aseguró que encontraría a alguien que me seguiría a donde fuera. Eso fue hace seis años, y en el camino encontré a alguien que, efectivamente, mostró ser una persona lo suficientemente interesada en mí como para acompañarme a donde yo quisiera ir. Lo ponía a prueba con preguntas como: “¿y qué pasaría si yo quisiera irme a otro país?”, a lo que él respondía “pues me iría contigo”, siempre con un optimismo indudable. Lo decía así, convencido, aunque sin la certeza de cómo lo conseguiría. Esa seguridad que conservaba ya no está, porque el futuro no es un destino inamovible, y creer que tenemos algún control sobre él sería negar su naturaleza de incierto, pero también de posible.
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