Número de la suerte

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Ella dejó las cartas ganadoras sobre la mesa, la suma de éstas daba 12. Él ganó obteniendo el aclamado 21. Más tarde, se enamoraron en la mesa 121. Ese número devino la representación de su amor. 

Pero ¿qué más da?, si hoy en día ellos no se entienden. Son incapaces de manifestar sus inconformidades por miedo a irrumpir en la paz del momento.

Él tan meticuloso, ella incuriosa. Pese a eso, ella planea una velada. Es difícil balancear deber y ocio, más aún, ajustarlo con los horarios del ser amado. Lo ha conseguido: boletos para una película difícil de cazar, con horarios complicados en cines poco concurridos. 

La reseña no indicaba que Aster, el director, inspiró su filme en la ruptura que estaba viviendo. Ella eligió mal. Es incapaz de crear un momento de amor. En cambio, propició el resabio de los malos momentos y de las relaciones que no dan para más. Pero se niega a aceptar que ha estropeado la noche, intenta animarlo conversando: un monólogo. El cuerpo de ella la seduce para realizar la acción que él más odia: la inacción. La escasez de esperanza, el cansancio de no poder disfrutar un encuentro a cabalidad, el miedo de siempre estar debajo de las expectativas la lleva a la pasividad. Para ella es más productivo eso que actuar y fallar de nuevo. 

Ella sabe que éste es su último intento, así que pone música y baila alegremente. En realidad, seca sus lágrimas cuando sus antebrazos se acercan a sus ojos. Él no responde. 

Ella propone actividades para reavivar la llama. Él reacciona vehementemente, se siente agredido ante las propuestas, ya no quiere esforzarse más. Él también está harto de naufragar en los mares inciertos de alguien que luce alegre a pesar de la seriedad de la situación, está cansado de sentir que es el único a quien le importa la relación. 

Esto no puede seguir. Ambos se citan en un bar, decidirán cómo tomar caminos distintos, qué hacer con los objetos que solían compartir, entre otras bagatelas que construyen la existencia de un ser y lo unen a otro. Llegan a un acuerdo, piden la cuenta. Al salir del sitio, cada uno tendrá que construir nuevamente su realidad. 

El mesero dejó la cuenta sobre la mesa, como si dejara caer una carta al aire. La mirada de él se volvió furtiva. Desconcertada ante la contradicción del acto, ella decidió hacerse cargo del pago. Como si la brisa guiara la comisura de sus labios, en su boca se dibujó una sonrisa. La cantidad era exactamente $121. El destino se había manifestado, la desesperanza había culminado.

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