Sentimientos enjaulados

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Estaban ahí frente a mí, sobre la mesa, todas esas cartas que habías escrito mientras yo estaba lejos pero que jamás te atreviste a enviar, sobres de distintos tamaños y colores. Cartas con fechas especiales, cumpleaños, aniversarios o con fechas que no significaban nada, pero en las cuales habías sentido la necesidad de decirme tus secretos. Algunas con remitente y destinatario, otras tantas más con garabatos casi ilegibles, tinta esparcida por todos lados, como si hubieras estado llorando mientras escribías mi nombre.

Sin embargo, todas esas palabras, esos sentimientos y emociones se quedaron encerrados en pequeños sobres de papel que fungieron como celdas, silenciando para siempre su contenido. Fueron jaulas que no dejaron volar todas las promesas contenidas en ellas; que encerraron cada oración y su significado, así como tú cerraste tu corazón y obligaste al mío a hacer lo mismo.

Alejándonos más por la barrera que tú pusiste entre nosotros que por la distancia que el destino había decidido que nos separara, fuiste colocando uno a uno los clavos que cerraron el ataúd en donde ahora te escondes. Encerrando dentro de una jaula de oro, con un candado inquebrantable, cada uno de los sentimientos entre los dos.

Al final solo quedaron estas cartas, sobre la mesita de café, en una sala cubierta por una ligera capa de polvo, sepultadas, enfrentándose al inminente olvido. Pero ahora las tengo en mis manos, cada una de ellas, mientras las lágrimas inundan mi rostro y mis sollozos son el único sonido en la habitación, mientras leo las primeras palabras de nuestra última conversación: «Tengo miedo…».

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