Caminata matinal

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Aquella mañana Pedro corría tratando de no pensar, dejándose llevar por el sonido de las gotas de rocío que caían contra el suelo. De pronto le sorprendió escuchar tras de sí a otra persona, una mujer cuya figura le hizo perder el aliento, se saludaron y siguieron internándose en el bosque donde las pruebas de la presencia humana aparecían en forma de basura y objetos olvidados. 

—Tiene buen paso —le dijo al alcanzarla.

—Creo que me he pasado —admitió la chica mientras se sentaba—. Mejor regresaré, no acostumbro a venir hasta acá.

—Yo vivo no tan lejos, puedo invitarle un café —la chica le miró y debió ver en ese hombre la soledad de años y aceptó.

Caminaron hasta una vereda que llevaba a dos o tres casas solitarias. En la más pequeña vivía Pedro, justo en la entrada un sinnúmero de flores surgía con colores alucinantes del suelo.  

—Las he plantado cuando me vine a vivir aquí  —le dijo mientras abría la puertas—. Las he abandonado, pero se han aferrado a la vida.

La casa estaba iluminada por dos ventanales, todo estaba un poco desordenado, sobresalían varios libros volteados, esperando que su lector regresara.

—¿Está casada? —preguntó desde la cocina.

—Lo estuve. Hace tiempo, vivíamos en Guadalajara, éramos desarrolladores de software, pero murió con el virus de hace unos años.

—Lo siento —dijo el hombre apareciendo con dos tazas humeantes—. ¿Prefiere sentarse en la sala o en la cocina?

—Prefiero la cocina, esa ventana da una bonita vista —guardaron silencio unos momentos mientras bebían—. A veces puedo escucharlo, en las noches, sus pasos en la cocina, como solía hacerlo, levantándose a comer algo. 

—¿Quiere volver a verlo?

La mujer comenzó a llorar y dijo:

—Daría todo por verlo de nuevo.

—Hace años escuché una historia, un ser monstruoso vivía entre los bosques de niebla de esta región, si le mirabas a los ojos te permitía ver a tus muertos, así devoraba a las personas, eso fue antes de que lo capturara. Le he quitado los dientes y he descubierto la manera de que me los muestre, si usted quiere ver a su marido puede hacerlo, pero debe prometerme que guardará el secreto.

La mujer asintió; él la condujo a una puerta. 

—Quítese la ropa. 

Y con ligeros movimientos se despojó de todo y mientras su cuerpo brillaba con la luz del sol que se filtraba por las ventanas, entró a la habitación.

Desde entonces se reúnen a correr y de alguna extraña manera las flores siguen creciendo salvajes y hermosas justo en la entrada de la casa.

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