Ingrávida

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La puntiaguda nariz se deslizaba sobre la tabla con un dólar que había introducido incesante en sus fosas. El billete había sido un obsequio de su madre que, según ella, traería consigo buena suerte si le llevaba en la cartera. Las luces estroboscópicas provenientes de un televisor en el rincón iluminaban nuestros rostros, lo cual daba cierta luz espectral a aquellos ojos y me advertían sobre el peligro en torno a este monstruo que se aspiraba todo un abecedario hecho de cocaína. En cuanto terminó con la Z, se levantó y sirvió un vaso de vodka sin jugo. Seguido de ello, lo bebió con seriedad y retomó su lugar junto a mí en el sofá, la ouija y la iluminación fantasmal que salía del cinescopio.

El plan para aquella noche era contactar a una escritora muerta o alguna asesina en serie ejecutada, pero fue en vano. Algún espíritu ya se había regodeado de ella en cuanto lo inhaló de la tabla.

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