La ausencia

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Hay un estupor en los límites de la habitación, los muros se hacen lejanos y agobiantes por la densidad de los gases de azufre. Así es como dices que huelo.  No podría afirmarlo, a mí lo inasible me asusta. Pienso que el acto de solo mirar al otro, con nulo contacto, me hunde en las más míseras conmiseraciones; no lo sabes, pero también me aterran las otredades cargadas de silencio. Es seguro que lo desconoces, huyes constantemente de mi abrazo desde que la lluvia no cesa de caer; el agua azotó los cristales de la ventana desde el primer día, sentías cómo las gotas del cielo te perseguían con el propósito de cernirse sobre tu piel. Tú, a la par, permaneces en el centro de todo para que ni el silencio ni la lluvia te alcancen. 

Ciertamente no es como lo piensas, no pretendo agraviarte con mi gélida figura, sé que nuestros encuentros no son los ideales por cómo se nos echa encima la luz penumbrosa apenas me aparezco. Es terrible cuando abres los ojos y tratas de sofocar un lamento, un repeluzno apaga el grito que apenas se concibe en tu aliento, poco te imaginas del objeto de mi visita; aun así, te niegas a sentir curiosidad. Porque en la quietud nocturna, cuando te abrazo en tu lecho y te sostengo fuerte contra mi tronco, es cuando me expulsas de ti y no puedo hacer mucho más. ¿Te asustan los rostros parecidos al tuyo? El mayor espanto es que no me concibes semejante, quizá porque las dimensiones de mi cuerpo se alargan cuando las comparas con las tuyas o porque cuando te rodeo con mis brazos sientes un frío abrasador que te paraliza por un momento.

Me identifico en las grietas rojizas que se asoman entre la unión de tus labios y me escabullo tras las dos líneas remarcadas que caen bajo tus ojos. Te miro desde el otro lado de la habitación y tú, turbada, rehúyes al trozo de pared más cercano; es tu único refugio porque tampoco puedes enfrentar a la lluvia, ella y yo te arrinconamos hasta el cansancio. Tu necedad nos puede dejar aquí, inmóviles, el tiempo que tenga que ser; yo, sin embargo, podría comenzar a desfigurarme inevitablemente. En algún punto, de mis manos crecerían afiladas uñas para rasgar tus carnes y en mi aliento se fundirían los más mortuorios olores para atormentar tu sueño desamparado. Si decides que me quede, entonces te acompañaré hasta que mi presencia se vuelva intermitente y, finalmente, desaparezca en un vestigio. También a eso le tienes miedo.  

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