La cuentacuentos

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Es normal que la noche sea el motivo de los miedos de muchas personas, el caso de Jhosep no era la excepción. Todo el día se la pasaba sonriente y dedicándose a su mayor pasión, la escritura: ocupaba horas enteras redactando toda clase de ingeniosas historias, romances idílicos y uno que otro cuento de ciencia ficción. Sin embargo, llegado el primer destello negro de la noche, cerraba el cuaderno, guardaba el bolígrafo y se encerraba en una pequeña habitación. Ahí se quedaba el joven escritor temeroso hasta que la luz del día que entraba por el tragaluz del techo le indicaba que podía volver a escribir.

Su mayor temor no era un monstruo como todos los conocemos, peludos y con grandes garras: su mayor miedo era la soledad en la que se encontraba desde que la cuentacuentos desapareció. Ella era una chica con unos grandes ojos pardos, una cabellera negra como la noche y una voz chillona pero que leía mejor que nadie los textos escritos por Jhosep. Solían reunirse cada noche a beber café en la casa del escritor. Una vez terminada la jornada de escritura, él encendía velas alrededor de su habitación y ella se colocaba un par de anteojos y comenzaba: Había una vez…

Emily, era su nombre, y la lectura era su pasión. Era una chica soñadora, poco abierta con el mundo, pero con Jhosep la cosa cambiaba: ambos disfrutaban de la soledad del otro y las letras eran un punto perfecto para su unión. Ella disfrutaba de leer sus textos y él escribía las mejores líneas para escuchar su voz. Él amaba, más que nada, su voz.

Un día, sin esperarlo nadie, la vida los separó, cada uno volvió a su extraña soledad. Él gritaba cada noche porque un demonio surgía de entre cada recuerdo que quedaba de ella. Los ecos que quedaron de su voz se convirtieron en lamentos y las velas que alguna vez alumbraron las noches de lectura jamás volvieron a ser encendidas.

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