La danza de una quimera

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Mi obra favorita es La Sylphide, el primer ballet romántico que se estrenó en el escenario de la Ópera de París. La coreografía corrió a cargo de Filippo Taglioni y su hija Marie fue la prima ballerina. El argumento de la obra es sencillo. James, un escocés guapísimo, está comprometido con Effie, pero, una noche, entra por su ventana una sílfide —Marie Taglioni— y se enamoran. Como la unión entre mortales y seres míticos es imposible, James visita a una bruja, quien también se enamora de él, y le pide una poción mágica para quitarle la inmortalidad a su amada. James ve a la sílfide, le entrega la pócima, ella la bebe y muere. Resulta que la bruja engañó a James y, en vez de una poción mágica, le dio un veneno. Sí, todo es una tragedia. Effie, la prometida, se quedó sola, James también, nadie amó a la bruja y la sílfide se murió. 

No sé cómo siendo la historia tan triste, quería ser parte de ella. Antes soñaba con morir en los brazos del guapísimo escocés o en vestirme de bruja para arruinarle la vida a los enamorados, pero no se pudo. No soy Marie Taglioni ni mi padre un coreógrafo famoso. Él jamás ha ido a París ni ha salido de México, igual que yo. Es más, nunca nos hemos subido a un avión. Eso sí, él me ama como Filippo amó a Marie. Mi papá me llevó a clases de ballet sin importar la integridad de su cartera. Hizo la dieta de la luna conmigo y se despidió de las carnitas domingueras. Me acompañó a presentar mi examen de admisión, y me consoló cuando escuché a los profesores decir que mi cuerpo no era el de una sílfide, sino más bien el de una quimera. 

Mis piernas no son largas ni rectas, están arqueadas como las de mi papá. El torso lo tengo ancho y las extremidades un tanto cortas. Quizás, los profesores tengan razón, no soy una sílfide. Dice Isadora Duncan que «no existe más que una única y verdadera danza: la de cada uno». Y, si esto es cierto, ¿por qué seguimos buscando que todos los físicos sean iguales? Para crear mundos inéditos los cuerpos, distintos entre sí sílfides y quimeras—, deben encontrarse. ¿Acaso existe un diálogo sin otredad?  No lo sé y, por el momento, sólo agradezco que no soy Marie Taglioni ni mi padre Filippo. 

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