A mí me espantan, no espanto

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Una noche más comienza.

—Buenas noches —dijo despreocupada y con cariño mi madre—. Descansa amor, ya sabes tu tarea, mi pequeño.

—Mamá —dije con pesadez—. ¿De verdad tengo que hacerlo?, ¿No podemos dejar pasar esta noche? —Mis ojos entran a escena intentando despertar en ella piedad.

—Ya te dije que no —comienza el sermón de costumbre, con un tono amistoso pero disciplinado—. Es el ciclo de la vida, necesitas aprender.

Lo dice con tanta facilidad, como si ella no le temiese a nada. Pensamiento que inaugura mi camino tormentoso de todas las noches cuando el reloj marca las nueve en punto. Me dirijo a las escaleras, mi cuerpo pesa más que en la mañana y me invade un anhelo de llorar, producto del miedo o frustración que me invaden, o ambas, no sé, yo solo quiero dejar pasar esta noche y renunciar a lo que soy.

Abro la puerta, pongo mi alarma para despertarme justo durante la madrugada, me recuesto en el piso frío y oscuro que llamo cama, contemplo los tubos que sostienen el colchón encima mío e intento idear una estrategia que cumpla con mis objetivos, incluyendo conservar secos mis pantalones.

Cuando el reloj indica las 9:30 pm:

—Descansa mi niña —Se escucha en el piso de abajo, con un tono cariñoso, mismo tono que cada noche me deja temblando.

—Buenas noches, mamá —pronuncia la niña con cansancio y cobardía—. Mamá, ¿Y si aparece?

—Lo golpeas con tu puño, mi niña —replica la madre con el tono que emplean los adultos para contar un cuento—. Ese monstruo no te va a ganar.

—Si mamá —correspondió la niña enérgica.

Mi pánico al escuchar a lo lejos tal conversación impidió que escuchara las pisadas en las escaleras ocasionando que, de pronto, interrumpiera mi estado de alerta el chirrido de la puerta. Los pasos de ella acercándose aumentan mis nervios, temor y orina en mis pantalones, pero no hago ningún ruido y mi método de defensa es dormirme.

Las manecillas del reloj señalan las 3:00 am, mi alarma suena, me levanto, hago el tembloroso intento de que mis garras alcancen la cama de arriba, arrastro la cobija, me arrodilló delante de la cama e intento que mis garras proyecten en la pared formas inimaginables con ayuda de la franja delgada de luz que deja entrar la puerta emparejada. Creo estar listo…

¡AHHH! —proclamo un grito ahogado en mis entrañas miedosas.

¡AHHH! —pronunció, acompañando mi grito, la pequeña en tono de guerra.

A causa de estar predestinado a este oficio, tengo que soportar esa tensión cada madrugada. Esa terrible noche surgieron otros dos cuernos en mi cabeza, uno provocado por el puño del infante y otro por mi madre al enterarse de que su hijo es incapaz de asustar.

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