Amnesia lingüística

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Antes de morir, mi abuelo me pidió que preparara su platillo preferido: yakisoba de verduras. Él es el hombre más sabio que he conocido, porque tenía un vasto dominio del lenguaje y jamás titubeaba al momento de seleccionar palabras para explicar sus ideas de modo conciso. Ese día, por algún motivo, fue distinto:

―No me gustó. El sabor no es dulce ni salado ni agrio ni picante ni amargo.

―Entonces no sabe a nada ―contesté extrañado—. Y eso que agregué soya extra.

Pero para mi sorpresa, la receta sí tenía un sabor particular, aunque indescriptible:

―Sabe a sartén viejo sazonado con buganvilias secas—, dijo sin hacerme sentir mal.

Los meses posteriores, comenzó a sufrir de desmemoria. Aquel personaje astuto, lleno de adjetivos y sustantivos para cada ocasión, poco a poco se desvanecía. Sin embargo, aunque su enfermedad empeoraba, me dejó una enseñanza para toda la vida: no todas las cosas tienen nombre y tampoco lo necesitan.

En el hospital le expresé mi tristeza, pero sentía que era una manera muy pobre de describir mi desesperanza. Por otro lado, mi abuelo agonizante se veía aliviado:

―Has crecido mucho. Verte me hace sentir feliz, alegre, contento y dichoso —confesó―. Tantos sinónimos y ninguno hace justicia a mi sentir.

 

Desde entonces, descubrí que el lenguaje limita, de algún modo, nuestra comprensión de la realidad. No solo existen sabores imposibles de describir con palabras sino también sensaciones, percepciones y emociones. La amnesia lingüística de mi abuelo me hizo percatarme de que ningún diccionario puede almacenar lo abstracto del pensamiento humano.

Hoy se cumplen cuatro años de su muerte, y aquí estoy recordándolo. Pruebo un plato de sartén viejo sazonado con buganvilias secas. Al mismo tiempo, escucho el último coro de su canción favorita:

Por eso todas las cosas que no tienen nombre

Vienen a nombrarse en mí.

Todas las cosas que no tienen nombre

Vienen a nombrarse en mí.

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