Azul

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Encontraron a un recién nacido muerto en mi colonia. 

El primero que lo vio fue el viejo dueño de los abarrotes de la esquina, mientras abría su negocio en la madrugada. Dijo que se encontró al niño tirado junto a la banqueta, ya tieso y frío, acurrucado junto a una bolsa de Sabritas como si durmiera la siesta.

         La gente se agolpaba en la calle para verlo. Se formó un círculo alrededor de aquel cuerpecito inerte cuando se corrió la voz, pues todos querían saciar su curiosidad o su morbo. Yo mismo fui en mi bicicleta sin pedir permiso a mi mamá, pero una vez allí no me atreví a acercarme porque jamás había visto a un muerto y de tan solo pensarlo se me revolvió el estómago.

         Los vecinos llamaron a la policía, pero nunca llegaron. Solo quedaba la penosa cuestión de tener que deshacerse del cuerpo porque ya comenzaba a mosquear. 

         Lo enterraron en un lote baldío que estaba atrás de las casas; un campo abierto donde crecía trigo salvaje y al que a veces íbamos mis amigos y yo a jugar fútbol o a las escondidas. Un grupo de hombres se encargó de cavar la fosa y al terminar colocaron una cruz de madera sobre la tumba. Después todos regresaron a sus casas para cenar.

         Esa noche, acostado sobre mi cama, no pude dejar de pensar en aquella cruz. Soñé con ella: Dos tablas pintadas de blanco unidas por clavos. Sin fecha, sin nombre, sin nada. Vacía. 

         Plumón en mano, regresé al lote la mañana siguiente y me puse de cuclillas junto a la cruz. Pensé en un nombre y escribí lo primero que se me vino a la mente: Azul. Debajo, con mi mejor letra cursiva, escribí la fecha. Al hacer aquello sopló un viento que hizo estremecer las plantas y tuve la sensación de que me daba su aprobación. 

Pasó el tiempo. Eventualmente todos los vecinos que antes vivían allí se mudaron, o se marchitaron y olvidaron; los niños crecieron; las casas viejas fueron derrumbadas. Alguien compró el lote y allí se construyeron unos condominios. Ya nadie se acordaba de aquella criatura que una terrible madrugada amaneció sobre el pavimento y cuyos huesitos diminutos ahora dormían el más profundo de los sueños.

Pero yo sé que a veces anda por allí. Que despierta con el amanecer y se pone a jugar entre la hierba y los dientes de león. Y también sé que en los días más serenos y en las noches más silenciosas, las aves y los grillos aún murmuran su nombre: Azul… Azul…

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