La sirena taciturna

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Siempre he recurrido a los caminos simples, sin embargo, un lejano día decidí deambular por un sendero inusual. Un camino rodeado de otoñales árboles, acompañados de una señorial colina tapizada de hojas secas, revestida por un minúsculo ojo de agua que, en su diminuta existencia, ofrece un acertijo natural de enigmática belleza. 

La alborada de ese día fue excepcional, me abrazó con el susurro de su melancolía y el rocío del arrebol, seduciendo mi inquieta mente con una frágil llovizna.  

El curso marchaba de manera normal hasta que un misterioso frescor matutino acarició la piel de mi rostro, logrando que al poco tiempo la frialdad de la insignificante corriente de aire se convirtiera en un escalofrío que terminó por erizar todo mi cuerpo. 

El fino murmullo de una sensible voz llegó a mi oído, atrayendo mi ser.  

Un discreto eco provenía de aquel majo cuerpo de agua que se fundía entre matices azules verde y una emotiva claridad que reflejaba el firmamento expectante. 

Miré detenidamente el cristalino líquido, su interior tapizado de un verdor como si creciera un bosque de frutos rojos de inocente alma y cautivante tranquilidad.  

Me coloqué a la orilla y de lo profundo emergió una etérea figura femenina; su deslumbrante cabello poblaba su cabeza hasta la cintura; ojos ovalados color miel, llenos de vida; una piel blanca, semejante a la porcelana; labios y nariz fina, tan finos como los rayos de luz que arrullaban mi embelesada y húmeda vista. 

Se posó frente a mí, mientras la parte posterior de su cuerpo permanecía bajo el agua. Con una linda sonrisa me examinó dulcemente, señalando con su delicada mano derecha el lugar que resguarda mi corazón, interrumpiendo su presencia con las siguientes palabras: «Ahí hallarás la respuesta», al tiempo en el que se estrelló contra mi pecho para internarse en él y fundirse en lo profundo de mi existencia. 

Provocando en mí una sensación de placidez existencial. 

Desperté abruptamente, todo fue un episodio onírico de mi agotada mente que llevaba bastante tiempo siendo taciturna. 

Desde la comodidad de mi cama, en la cual aún sigo tendida, trazo una y otra vez delicadamente con la yema de mis dedos el contorno de su figura, tratando de no olvidar detalle alguno. 

Frente al espejo del tocador en mi habitación, se dibuja el reflejo de mi imagen, que pronto se transforma en su inefable silueta de efímera naturaleza.

Una sirena taciturna habita en mí.  

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