Los peces rebeldes

mexican-food-g611676fa1_1920-thegem-blog-default

He soñado mucho con ella, ¿sabes? Te lo digo ahora, mientras desayunamos este platillo que detestas por su sabor salado o porque sospechas que he querido probarlo en su memoria. Ya sé que murió hace casi cinco años, antes de conocerte siquiera, y una de las cosas que más me la recuerda es el olor a charales fritos, y cuando me sentaba con ella a desgranar granadas y me platicaba que solía vivir junto a un lago. 

Era una chica de diecisiete años cuando conoció a mi abuelo, regresaba del embarcadero donde había ido a comprar charalitos frescos, decía que se le acercó con la piel brillando por el sudor y con la camisa arremangada, era un ingeniero agrónomo venido de la capital que le dijo sin inmutarse: «Te vas a casar a conmigo». Ella se rio de esa seguridad, de esa sonrisa amplia y hasta de su acento que sonaba tan distinto a lo que estaba acostumbrada. 

Cuando yo nací mi abuelo ya había muerto, pero mi abuela seguía tan fuerte como un roble, era como si la vida le hubiera dado una nueva temporada. El día que mis papás decidieron irse a Estados Unidos y me dejaron con ella no me causó la menor pena, me sentía acompañado siempre. Además, estar en su casa, llena de flores, de jaulas con pájaros que despertaban apenas salían los primeros rayos de sol, era como vivir en un rinconcito del cielo. En las tardes, cuando iba a recogerme a la primaria me solía contar historias de un mundo donde todo tenía nombre, mi favorita era la de los charales.

«Antes de que los primeros pescadores llegaran al lago los charales no eran como los conocemos ahora; eran enormes, aterraban a los hombres, a los niños como tú; se los podían comer de un mordisco. Pero un día, finalmente, el dios del lago se dio cuenta de que eran peces rebeldes sobre los designios de la naturaleza y los redujo de tamaño y ahora tú te los comes con huevo».

Cuando mis papás volvieron por mí, me vi en un pequeño departamento en una ciudad fría de Oregón y ansiaba estar en esa casa fresca, entre los cálidos brazos y abundantes pechos de mi abuela; de vez en cuando nos mandaba comida, a mí especialmente me mandaba esos pescaditos fritos.

Mientras pensaba en volver a verla, la enfermedad terminó por nublar su pensamiento. A mí me parecía increíble saber que mi abuela, la mujer que me podía contar las leyendas más extraordinarias, ahora viviera en un mundo donde las cosas ya no tuvieron nombre. 

Por eso hoy desayunamos huevo con charales, aunque a los gringos no les guste nada.

3

Dejar un comentario

X