Once lágrimas

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Me sucedió la cosa más extraña. Es curioso que puedo recordarlo todo aunque fueron solo cinco minutos. Transitaba por la calle Madero, era mi día libre y decidí hacer una larga caminata acompañado de la voz de Ray Conniff. A la altura de Motolinía, no pude evitar detenerme y ella tampoco. Me encontré frente a frente con una chica de cabello negro y lacio a la altura de los hombros. Tenía flequillo recto e iba con un vestido verde que parecía ser de terciopelo por la suavidad que emitía su imagen. Su piel era blanca y casi transparente, lograba ver algunas de sus verdes venas correr a lo largo de su terso cuello, sostenía una mirada fija a través de sus lentes de pasta que me dejó sin aliento. 

Concentré mi mirada en la suya. Sentí una conexión. Ella y yo estábamos hablando sin hablarnos. Nos vimos fijamente. Nuestras miradas intercambiaban oraciones que salían desde el alma y, por ende, ni yo, y casi podría jurar que ni ella, entendíamos nada. Miradas fijas entre la algarabía incesante, corazones acelerados entre la inevitable noche.

Era evidente, aquella piel vidriosa con flequillo recto me tenía sujeto a su presencia. Pensé que sería bueno intentar decir algo, pero no pude; las palabras se borraron de mi cabeza, no lograba mover mis labios ni mucho menos hacer que mis cuerdas vocales resonaran un gemido. Quería hilar palabras y terminé deshilachándome el alma.

Noté un titubeo en ella, como si hubiese intentado hacer lo mismo. Al final, ninguno de los dos pudo romper el hielo.

A pesar de esto, nuestras miradas no podían dejar de gritarse y susurrarse que entre los dos había una conexión, que estábamos parados frente a nuestro destino y que esta oportunidad no volvería a presentarse nunca en nuestras vidas. 

Al pasar cinco minutos, las comisuras de nuestros ojos izquierdos liberaron once lágrimas que bajaron a una velocidad aproximada de cinco centímetros por segundo. Ambos sacudimos la cabeza y nos secamos las lágrimas con el antebrazo; bajamos la mirada y cada quien siguió su camino. Comprendí después lo sucedido: fue algo extraordinario, fuera de toda lógica. Nuestras almas se encontraron, se enamoraron, conversaron y luego se dijeron adiós para siempre. Nunca volví a verla, pero tengo la certeza de que ni yo ni ella olvidaremos el día en que olvidamos nuestro nombre y el maldito nombre de las cosas y de las flores, como predijo Efraín Huerta.

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