Quisiera renombrar las cosas

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Quisiera renombrar las cosas del mundo; vivir en una tierra donde todo es al revés y lo que creíamos conocer ahora es algo más. Quisiera borrar tu nombre de la faz de la existencia y que no apareciera jamás en las listas de asistencia de tus colegios de niño ni en los interminables registros de nacimiento que guarda tu ciudad natal. Quisiera despertar y que el mundo hubiese olvidado el nombre de todas las cosas que alberga. Quisiera borrar el tuyo y que con él te fueras tú también.

Desearía eliminar de la memoria colectiva los nombres de los días y los meses, y también de las fechas festivas que nos hacen unirnos y soportar a los familiares que vemos una vez al año, porque si fueran más, explotaríamos en una clase de asfixia emocional. Así, una vez olvidadas las denominaciones de nuestra forma de medir el tiempo, dejaría de existir el nombre de la fecha en que nos conocimos, en la que nos agarró la lluvia después de comer y me cubriste con tu abrigo. Y también dejaría de existir el nombre de la fecha en que te fuiste, la cual parece que solo dejaría de rondar mi cabeza si fuese desalojada, expulsada inapelablemente de ella. Extrañaría, por supuesto, otros días importantes, como mi cumpleaños o el día en que escribí por primera vez y me sentí orgullosa. Sin embargo, sé que a veces es necesario el sacrificio, y después de todo, ahora escribo sobre ti y no sobre mí y encuentro muy poco orgullo en mi retroceso.

Quisiera renombrar mi tristeza, mi frustración, mi eterno desencanto desde que no estás; los ojos que mi madre dice que han cambiado desde entonces y se han vuelto sombríos y solo mantienen un diminuto rastro de lo que eran antes de ti; y el corazón que me pesa como si estuviese hecho de cemento.

Me encantaría abrir los ojos un día y darme cuenta de que las cosas ya no pueden ser nombradas porque no existen las palabras para hacerlo, pero también quisiera ser yo quien le arrebatara el nombre al dolor para después destrozarlo y hacerlo pedazos y quemarlo con el fuego que nace de mis entrañas cuando te pienso, y después tomar los vestigios que quedan de ese sentimiento fúnebre para renombrarlo, darle un significado diferente, nuevo, mejor. El dolor podría llamarse ahora esperanza, paz o alegría, y así lo guardaría conmigo y lo llevaría a todas partes para que, en medio de una cena con amigos un viernes por la noche, me preguntaran entre copas si aún dueles, y poder contestar, al fin, después de lo que parecen siglos de irremediable y lento desfallecer: ya no.

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