Sin palabras

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Me encontraba en el trabajo, como de costumbre, analizando y ejecutando actividades con mis colegas de otros países. Surgió una petición extra después de una junta y me pidieron que agendara una llamada con él para afinar detalles, así que la programé para el siguiente día por la mañana.

Cuando estaba lista, me llegó un mensaje por chat de su parte diciendo que estaba ocupado y tardaría dos minutos más para conectarse, acepté sin problema. Cuando comenzamos a hablar, me comentó que él me recordaba de dos años atrás, de un viaje de trabajo. Me sentí algo avergonzada porque realmente no tenía recuerdo alguno de ese momento: por más que mis neuronas buscaron a toda velocidad en los repositorios de almacenamiento cerebral, la búsqueda de microsegundos no arrojó resultados. Esa situación me hizo sentir aún más nerviosa, temí que se ofendiera y me disculpé por no recordarlo. Amablemente, comprendió y me dijo que no había problema, nuestro encuentro fue breve y hacía tiempo que no nos veíamos.

Pasaron los días y creí que esa sería la única vez que hablaríamos, pues al final el tema del reporte se aclaró por medio del intercambio de correos. Transcurrieron semanas sin novedad y me di cuenta de que realmente desde un año atrás no leía las comunicaciones internas. 

Días después recibí un mensaje inesperado de su parte. Esta vez me compartió un link con una publicación que hacía referencia a una celebración hispana. Le agradecí el gesto y poco a poco compartimos conversaciones y mensajes amistosos para disfrutar los fines de semana.

Mi mayor problema fue que después de releer y analizar las conversaciones, me di cuenta del inevitable pánico que me invadía cada vez que le escribía. No entendía por qué con él, después de haber estudiado por años un idioma, de repente todas las conjugaciones de verbos se me olvidaban, dudaba del vocabulario que había aprendido tiempo atrás e incluso intenté lo que nunca antes: pedirle su número para compartir memes (tremenda jugada). El lema “es ahora o nunca” me impulsó, me sentí como adolescente de diecisiete años. De alguna manera, quería mantener viva la conversación, ¿Cómo es posible que una sola persona, en la lejanía, me deje sin palabras? Mi curiosidad cruzó fronteras y a pesar de mis errores y el constante titubeo, cuando por fin aterrizaba un mensaje coherente desde mi imaginación a los dedos, pudimos entablar un diálogo divertido e interesante. Para mi sorpresa, mi manera de pensar no era tan distinta a la de él.

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