Lo que habita dentro

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Cuando somos pequeñas es común que nos cuenten historias sobre criaturas del exterior. En donde crecí se habla de entidades que se llevan a los hombres alcoholizados a la copa de los árboles más altos, de la mujer que llora cerca del río, o si un objeto desaparece se le atribuye la travesura a pequeños duendes que disfrutan de la frustración de sus víctimas.

Se habla mucho de criaturas que habitan alrededor, pero no se menciona nada de esos monstruos que invaden el interior y toman posesión de las más profundas fibras del ser.

Al monstruo de la tristeza lo vi cuando tenía 10 años: fue un día de mayo, mi primo y yo corrimos atravesando el callejón, al llegar a casa nos enteramos que mi abuelo se fue al cielo  (en palabras de mi abuela). No podía comprenderlo, pensaba cosas como: ¿Por qué el cielo es mejor que aquí? ¿Por qué se fue?,  habíamos quedado de jugar cartas después de que él llegara del doctor, y como no pude responder y no hubo quien que me explicara, me agoté  y el monstruo vivió y comió de mi pecho.

El monstruo del miedo me invadió una mañana de junio: tenía 18 años, estaba por salir de casa, lo sentí muy dentro de mi estómago, era grande y a la vez hueco; me decía que debía cuidarme pero no sabía de qué o quiénes; se albergó en ese espacio y lo hizo suyo. Me acosté en mi cama, quedé inmóvil, dejé de comer, dejé de hablar. Dos días después me liberó, me levanté para seguir, sólo  seguir.

El monstruo del enojo se presentaba cuando mi padre no cumplía sus promesas o cuando mi madre me regañaba por mis travesuras. Sin embargo, cuando tenía 24 años, ese monstruo me hizo completamente suya, tomó mi voz.  Durante una junta noté un calor que subió lentamente por mi estómago, cuello, cabeza y terminó con un enorme zumbido que se escapó por mis orejas. El silencio se hizo cuando grité desordenadamente a una de las presentes, fue algo extraño, no me sentí dueña de mí.

Durante mucho tiempo viví en guerra con estas criaturas, me reprochaba por sentirlas. Estudié lo que querían decir y tardé en comprender que no eran mis enemigas, tenían un lado positivo, siempre estaban ahí por algo. Las personas ponemos más atención a los fenómenos que ocurren afuera, a los problemas que la vida nos presenta, tal vez porque es más fácil, pero invertimos muy poco tiempo en entender lo que habita dentro y las ventajas que podemos experimentar al contactarlas, al sentirlas.

Las emociones dejan de ser monstruos si las escuchas, si las resuelves, si pides ayuda.

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