Dulce sabor rojo

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Tengo un recuerdo sabor ciruela.  

Mi nombre medía once años,

jugaba con mi hermana y los otros niños 

en torno al árbol en casa de la abuela,

como un montón de colibríes que rondan

la flor adormilada del tiempo, con la infancia

casi deshojada y aun así fotosintética.

De esos días recuerdo el suelo y la madera,

los engranajes del mundo. 

Las partes elementales de la memoria no están. 

 

No recuerdo cómo eran mis manos de niño,             

                       cómo eran sin cicatrices,

                       cómo eran antes del calor entrelazado de otras manos,

si también dolían de la muñeca al pulgar.

 

No recuerdo mi voz antes de parecerse a la de mi padre,

                       mis brazos antes de curtirlos el sol

                       mi cuerpo antes de torcerlo la adultez 

el tacto de esa otra piel, antes mía

                                                             ahora muerta. 

 

Después de todo, la memoria es

una colección obligada de fósiles, 

nos queda quien se va, 

nos queda quien ya no es, 

nos queda el abandono.

Hoy la abuela está lejos de la vida,

aquellos niños ya no son niños 

pero siguen deshojándose 

y al ciruelo hace tiempo nadie lo escala.  

 

A pesar del olvido maduro que soy, 

recuerdo bien el dulce sabor rojo, 

casi sangre de sus frutos. En el fondo eso me alegra,

no olvidar las risas, mis manos verdes

por la acuarela hierba del pasto,

ni los raspones en las rodillas

por la lengua huraña del suelo. 

 

El recuerdo de otro cuerpo, qué más da. 

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