El grito

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Para Michelle

 

Un grito amenaza con desgarrar el espacio. El peligro se dispersa sobre la habitación. Paralizado por el terror, apenas advierte sus últimos rastros de vida. Los músculos se engarrotan hasta lamer el paroxismo. Tras el último ataque, un delicioso ardor incendia el jardín trasero de su hipotálamo. Su espíritu se desvía, desentendiéndose de su materialidad. Todo a su alrededor pertenece al reino del silencio; al vientre que engendra la existencia. Devastadora es la destrucción de su cuerpo. Parece contradictorio que la herida mortal no vomite sangre sobre su piel. Pero el aniquilamiento proviene de la antesala que supera a su intimidad, y la única forma de acceder totalmente a ella es desde adentro, reteniendo el reflujo al que está sometida toda la naturaleza. (Para encerrarse en ella, como se le ha revelado de golpe, el costo del boleto es la muerte.) Una pestilencia desordena el aire, provocándole náuseas, mareos. El vértigo inclina el universo. Sus átomos forman un ángulo recto contra las demarcaciones del abismo. Esto inflama el horror, dotándolo de una intolerable sensación de impotencia e indefensión. Aun así, en ningún momento pierde la certeza de su irreductibilidad. Ni siquiera cuando el absceso de la razón al fin logra reventarse. Ahora simplemente es imposible distinguir entre el rechazo y el deseo. Y no obstante el dolor roe, mastica y tritura con alevosía el cartílago de sus huesos, mientras algunos cuerpos celestes estrujan las vértebras de su animalidad… El infinito se desdobla sobre él; su centro es ultrajado por todo su peso. El ahogo es inminente: como el placer. Tras el desbordamiento, Dios mismo le tiende una mano. La transgresión de su toque es vulgar. Y si el pudor vuelve a impregnarse sobre él, es porque muy pronto logra olvidar el deletéreo goce que refleja el eterno vidrio de su córnea… La boca se dilata… Un estremecimiento reinicia los nervios… El placer nace muerto… Reaparece el alivio… Se disipa la felicidad…

Al fin reposa la cabeza sobre su agitado pecho. La lánguida luz que se filtra por la ventana hace casi imperceptible el aceite ambarino de su desnudez. La respiración se aletarga. Un dorado mechón le cosquillea la nariz, mientras los dedos dibujan islarios, uniendo lunares y cicatrices. El humo de un cigarrillo juega, se arremolina, se arrincona bajo el techo. Pronto desaparecerá para siempre. Los amantes se incorporan con lentitud. Solo entonces se miran: se aíslan, se extrañan. Ninguno sonríe.  

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