Late el tiempo

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Entre los ronquidos de un hombre y la incertidumbre que habita el lugar, pude reconocerme en un momento de mi vida en que deseaba hallar cierta pertenencia, amor y cuidados; ser integrante de alguna manada que me hiciera saber que lo cíclico en el tiempo no es más que contemplar la vida mirando el cielo, surcando la tierra y germinar en ella. Sentirse sostenida en medio de tiempos convulsos y desafiantes.

Es así como empiezo a hurgar en mis memorias, algunas desatendidas, otras desgastadas o expiradas por el pasar del tiempo, y otras, más bien, arraigadas al aquí y al ahora. Recuerdo aquel trayecto emprendido junto a mi familia, fue la única vez que fuimos a acampar.

Aquel terruño nos recibía con una noche acompañada por un clima frío y acogedor, de aquellos que sabes te permitirán recrear una atmósfera distinta, tal vez usas el chal de la abuela, tal vez haces una fogata, tal vez das un abrazo, tal vez te acurrucas entre las luces de las luciérnagas, tal vez…

Bueno, las hermanas recostadas sobre una tela delgada, de esas que te permiten sentir y rozar la textura del pasto, observaban un cielo estrellado. Entre la neblina y la presencia de los árboles ancestrales yo intentaba que este tiempo-espacio fantástico, fuera del ruido y la perturbación de la ciudad, me permitiera desafiar aquella atmósfera oscura y casi temible para mí y así anticipar que la experiencia vital a veces se trata de reconocer y vencer los miedos.

Aquel deseo impostergable de vivir se convirtió en un enigma y ahora me permite reconocer que la posibilidad de los buenos tiempos, más allá de una cuestión moral, son aquellos en que nos sabemos habitantes de algún sitio, de algún hogar, de algún amor, de alguna mirada, de aquella manada que no te suelta y que, entre risas, murmullos, gestos e incertidumbres, te hacen sentir como en casa.

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