Los buenos tiempos

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¿Quién de los dos iba a saber que la eternidad no existe?

Ahí estaba, en una banca de metal fría a las cuatro de la mañana, pidiéndole a Dios que, si existía, te salvara. Se lo pedí con tanta devoción, fuerza y lágrimas que me calmé en medio de todo el caos: supe que se acercaba el final.

Yo solo quería que estuvieras lejos de esas cuatro paredes de cristal, te levantaras, te quitaras todas esas conexiones y tubos dentro de ti. Solo de verte yo sentía el dolor. Quería que salieras y caminaras los metros que te separaban de mí y que nos fuéramos a casa, que nos acurrucáramos en nuestras sábanas y que todo esto no estuviera pasando.

Pero nada fue como lo pensé, ni yo ni Dios pudimos hacer nada contra la realidad de las 9:15 am.

En ese momento, se me vinieron todos esos recuerdos y esos tiempos donde tú y yo fuimos felices, donde estábamos lejos de todos y bailábamos como locos, y reíamos hasta que nos dolía la panza, y nos abrazábamos hasta cansarnos. Las noches de fiesta hasta el amanecer, cenas románticas, reuniones familiares incómodas. Todo eso pasó por mi mente, y quería que eso siguiera, aún teníamos pendientes más cosas que descubrir, más cosas por decir. Un secreto más, un baile, un beso prohibido, un lunar que no había notado en tu cuerpo, algo más tenía que haber. Pero ya no supe qué nos faltaba, ya no supimos qué seguía después de esa mañana de noviembre, tan fría y ruidosa.

Ahora estás muy lejos, pero mis recuerdos de esos tiempos están aún presentes, y así seguirán, intactos, hasta que me vuelva a reunir contigo y continuemos conociéndonos como solíamos hacerlo. Juntos. 

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