Mi Refugio

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Yolanda llevaba un rebozo rojo con el estambre raído, y estaba fumando un cigarro. Se tocaba el mandil para comprobar que siguiera allí la cajita de los cigarros. Caminaba junto a su hermano Nicolás por las orillas de la carretera, a las afueras de Ciudad Grande. Ya iban cansados y viejos, aunque las risas se podían ver y oír por los conductores que pasaban junto a ellos. 

—Sí, cuando andaba el nengo, se dice que todo era mejor. Yo nunca viví en esos tiempos, pero han de haber sido más grandes que el Grande. — Nicolás señaló hacia un nopal con tunas rojas. 

—¿Cómo? — Yolanda tosió. 

—Sí, eso. ¡Acuérdate, Yolanda! Ya se te subió la ceniza a la cabeza por andar de fumarola. De lo que platicaba el abuelo Nacho, haz memoria. Así como vas, hasta el nombre de nuestra madre vas a olvidar… 

— ¿Qué dices, condenado? Eso jamás se me va a ir a ningún lado, y tampoco lo del abuelo Nacho. Hasta me acuerdo de que le decía Buebue y que tú le agarrabas los pesos que dejaba en las cajas de los cerillos cuando ya estaba bien tirado por la botella.

—Y eso de lengo, flengo, ñeñengo, ¡sabe cómo fregados se decía! 

—¡Nengo! 

— Mmm… Sí, es verdad. Mira: ya se me vino a la cabeza el recuerdito. — Los dedos de Yolanda hacían como que tomaban del aire una bola que ponía en su cabeza. 

—…Y de buscar y buscar me perdí y con eso le di como cuatro vueltas a la vida, por eso Refugio no está. Yo siempre la quise. Me iba con ella a buscar por las faldas del cerro mariposas o flores que le gustaban hasta antes de empezar a pestañear la noche.  Le escribí una carta, pero con esas vueltas que di se me perdió allá en el camino. Son cosas que pasan…

—¿Es un animal?, ¿o qué, lo del nengo? No me acuerdo bien a bien. 

—Nadie lo sabe muy bien. Unos dicen que es algo de animal, otros una piedra; las mujeres dicen que es una estrella, y los niños nada. No saben nada. Dicen una cosa, luego otra, todas. 

—¿Quiénes? 

—Las lenguas, siempre. Historias que la gente se cuenta por contar, para pasar los días. Uno lo cree por creer. Mi Refugio siempre me decía que no le prestara oreja a eso, y mira, ¡qué razón tenía! Me miraba con sus ojitos cafecitos brillándole como el sol.

—De veras. La recuerdo requete bonita la muchacha. Estuvo bien que se fuera, si se quedaba contigo le ibas a pegar lo feo. 

Asomó los dientes picados por las astillas del tiempo que se le iban encajando. 

—Todos buscan el nengo sin saberlo, hasta yo. Todos quieren ser felices. —Yolanda se llevó el cigarro a la boca con una carcajada. 

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