Muelles en la espalda

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Me costaba trabajo que ambas piernas me sostuvieran. Lo había dicho todo. Había hablado en voz alta; por fin había pasado la barrera del silencio. Me hice de coraje y valentía para quitarme las navajas que me rodeaban el cuello y decidí pronunciar mi verdad: que ya no podía más, que la rutina estaba matándome, que ya no podía seguir sintiendo que moría cada día mientras tú creías que estábamos bien. Cuántas mentiras, cuántas ganas de correr. 

Te quedaste petrificado en la puerta, como si una fuerte ventisca helada te hubiera congelado por completo. Luego me dirigiste una mirada violenta, llena de coraje y rabia, no recuerdo haberte visto antes esa expresión. Si tu mirada pudiese decir algo, estoy segura, me condenaría. Pronunciaste las primeras palabras, fuertes, funestas, coléricas. Yo tampoco podía creerlo, había roto la promesa de adorarnos siempre. Decidí soltar tu mano, pero la idea de libertad me jalaba como nunca antes. El deseo me desgarraba; dolía respirar. Estaba hecha un mar, salado, descontrolado, fluyendo. Me senté en el suelo, caí sobre mis pies, juro que podía escuchar cómo se derrumbaba mi mundo, ese que había construido lleno de promesas, rutinas y sueños que parecían siempre desvanecerse. Sentía cómo se clavaban los muelles en mi espalda y me costaba erguirme. ¿Cómo podía siquiera intentarlo? ¿Cómo podía siquiera pensar que podía levantarme de todo esto? 

Estarás bien, escuché una sutil voz en mi interior. Estar bien me parecía algo tan lejano, tan poco probable como ganarme la lotería, porque para mí la idea de tener paz era eso, un premio, uno bastante costoso. Quería estar bien, lo deseaba con todas mis fuerzas. Dentro de mí un huracán me llamaba tonta por haber rechazado a un hombre maravilloso, de esos que llevarías a comer con tu familia todos los domingos; me decía que estaba trastornada por alejarme de un hombre que lo daba todo por mí, que estaba equivocada. Pero había otra voz, una que me daba cierta tranquilidad, que me decía que jamás puedes equivocarte si te eliges a ti misma por sobre todas las cosas. Al final del día, la vida se encarga de ponerle fin a todo. No hay nadie más, solo yo. Estaba muy despierta, consciente. Solo una vez puedes ser ciego, pues una vez que abres los ojos, aunque vuelvas a cerrarlos, la luz ya habrá entrado en ti. 

Así fue como salí de ese bucle que me tenía tremendamente atorada, con ganas de llorar y disolverme, pero, sobre todo, con ganas de tomar mis pedazos y construirme una vez más.

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