Crecimos creyendo en los cuentos de hadas, en el príncipe que nos enviaba cartas y nos defendía contra todas las injusticias del mundo. Muchos siguen creyendo ese cuento con la frase “felices para siempre”, otros nos hemos despertado, hemos aprendido que tenemos alas y hemos decidido surcar el cielo, pero con los pies bien plantados en la tierra.
Sin embargo, incluso en el mejor vuelo, hay ocasiones en que uno simplemente quiere olvidarse de todo. ¡Hoy ha sido uno de esos días donde todo sale mal! Tan sólo quiero que llegue la noche para dormir y desconectarme del mundo entero. Repentinamente, pienso en el karma que, sospecho, sigo pagando. Pero al instante me corrijo, no son castigos ni deudas pendientes, a veces simplemente ocurren situaciones para aprender o para agregarle ese sabor picosito a la vida.
Estoy tan ensimismada en mis pensamientos que ni siquiera me percato del papel doblado en mi mesa hasta que comienzo a buscar algunos documentos. A mi sobrina le encanta dejar dibujos por toda la casa, y mi habitación no es la excepción. Cuando desdoblo la hoja resaltan los colores brillantes, así como la sonrisa de la niña mientras recoge flores, o quizá es la tía que ha sido representada.
Han sido tantos los dibujos recibidos que decidí formar un mural con ellos. Es nuestro pequeño espacio donde todo comienza con una hoja y un lápiz. A diferencia de los otros papelitos, éste tiene algo escrito, y eso lo convierte en una carta. La frase es corta, concisa y llega hasta mi alma: Tía, te amo con todo mi corazón.
En ese momento confirmo que las cartas de amor tienen diferentes remitentes, nos hacen vibrar, nos regalan sonrisas y provienen de las personas más importantes en nuestra vida. Vuelvo a leer la frase, una y otra vez, y mientras lo hago, todas las tragedias desaparecen. Me da esperanza. Creo firmemente que el cariño engendra cariño, y me propongo, al igual que mi sobrina, escribir cartas más a menudo. Comenzaré por responderle a esa pequeña de 5 años.
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