La abuela

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Fue aquel día que despertó con la necesidad absoluta de encontrarle, pues estaba segura de que él la estaba esperando. El pie izquierdo, luego el derecho. Detrás de la cabecera se encontraba el chal de color blanco, los lentes sobre la mesa, parte de la amalgama dentro del segundo cajón de la cómoda. El pie izquierdo, luego el derecho. Mariel, su pequeña nieta de cuatro años se encontraba jugando en el patio de la vecindad. La roca blanca asemejaba un gis, rayones que solo para los observadores más perspicaces delineaban flores hermosas de colores vivos, al menos, hasta que la lluvia o las pisadas se encargaran de llevárselas.

—¡Adiós, abue! —alcanzó a gritarle.

Sin voltear a ver a la niña sus pisadas terminaron de recorrer el pasillo hacia la salida. Las manos temblaban, frío que amaba en secreto la frescura de la mañana que comenzaba por iluminar cada rincón de Los Berros, el mismo parque donde el poeta Salvador Díaz Mirón solía dar largos paseos para inspirarse. Las mariposas volaban en su interior incluso antes de que cruzaran miradas. Tomados de la mano recorrieron la calzada hasta encontrar la banca adecuada.

—¿Por qué tardaste tanto? —dijo él, bromeando.

Tomando asiento se miraron fijamente, incapaces de contener la risa.

—¿Tardarme? Si apenas son la seis con cuarenta, nos quedan veinte minutos antes de que cierren las puertas. Además, siempre que yo…

Aquel beso la estremeció. La mano de su amor comenzaba a enredarse entre sus cabellos, dibujando los matices de aquel momento. Caricias navegaban por su rostro, esforzándose por recordar cada detalle, desde su perfume, hasta las aves cantando. Las manecillas del reloj se negaban a avanzar, tal como si se hubiesen detenido a contemplarlos.

Sin tiempo para ser consciente del alivio que estaba experimentando, el papá de Mariel comenzó a correr por el parque. Toda la familia estaba temiendo lo peor, pues no habían creído las palabras de la niña y las horas habían volado en la búsqueda incesante. Su madre estaba sentada en una de las bancas que daba a la fuente de azulejos, hablando sola, con la sonrisa y los gestos que se intentan ocultar inútilmente cuando uno se enamora.

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