Strelitzia Reginae

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Arcadia fue construida por él. Fue nombrada por él. Era su lugar utópico. Cuando nací, ya había perdido el habla. Lo recuerdo sentado, toda mi niñez. Fuera en la silla de ruedas o en la cama, aún lograba acompañar gestos y movimientos con algunos sonidos largos. La única palabra que decía completa era el nombre de su hijo. De mi papá. 

A veces me gusta imaginar esa voz que no conocí y ponerla junto al recuerdo de su mirada, junto a ese beso en mi mano, cada mañana. Porque sí, el abuelo encontró la manera de comunicarse conmigo en los primeros doce años de mi vida, los últimos doce de la de él. Emanaba serenidad cuando me aparecía en su recámara. Así se mantenía hasta el final de mi visita. Como se movía poco, yo misma entrelazaba sus brazos alrededor mío, cual si fuera una armadura. Nada podía hacerme daño cuando estábamos juntos. 

En el filo de la ventana había una flor de ave del Paraíso (Strelitzia Reginae, según leo ahora). Nunca supe si era su flor favorita. Me hubiera encantado platicar de eso con él. Pero al momento de postrar mi cabeza en su pecho y escuchar su corazón, ya nada era necesario. También yo me serenaba. Luego me subía a la cabecera de su cama y me sentaba sobre sus hombros. Desde allí observaba las cicatrices en su cabeza. El fruto de la caída. El inicio del fin. 

En las paredes de ladrillo colgaba el mapa de París. La madera mantenía el olor a libros y vino. Su recámara era el corazón de Arcadia. Ahora pienso que la esencia que subía de los cimientos de la casa era lo que animaba el cuerpo de mi abuelo. Lo que lo hacía seguir. Así fue hasta que la bugambilia se marchitó. Fue cuando él partió. Cuando el ave de paraíso enfermó. Cuando las paredes se agrietaron y su cuarto se oscureció para quedar inhabitado, al margen de la vida cotidiana. Una vida que dejó de ser mía. 

Arcadia, la casa de mi abuelo. La casa de mi padre y por un tiempo de mi madre. Mi primera casa. Mi casa perdida. Esa casa sigue siendo un lugar onírico, detenido en mi tiempo de infancia. Hoy es una casa cerrada. Conmigo afuera, pero conmigo adentro. Siempre. Por los momentos sencillos. Por el desayuno y las estampillas. Por los muñecos en el jardín, entre flores que daban la bienvenida.

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