Suspiro

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No había alguien esperando mi llegada a este mundo, tampoco alguien me deseó con amor. Nadie se preparó para cuidarme. Todo se fue dando sobre la marcha, sin mucha expectativa, intentando sortear los infortunios de un embarazo adolescente. 

Esos tiempos, los de antes, aquellos a los que mis padres se enfrentaron repletos de miseria hasta el cogote, lucen brillantes como la serie de navidad sobre el árbol que de jóvenes nunca pudieron comprar en el mercado. Cada que alguien durante la comida, en una de esas mesas de lámina que traen grabado el logo de la cerveza corona, le preguntaba acerca de la foto en la que yo estaba pequeñito y con la baba escurriendo en un terreno de tierra suelta, respondía con un largo suspiro, de esos que dicen que están cargados de sentimientos. Aquellos tiempos, rememora mi madre, en los que el abuelo, después de la jornada laboral en el sindicato, llegó con un coche de plástico para que nosotros no nos quedáramos con las manos vacías; no importaba que fuéramos unos bebés sin memoria, que apenas si gateábamos para pegarnos con la caja de cartón que hacía de mesa. Su cara se deshizo en agua, el regalo era para el par de chamacos que decidieron coger antes de acabar de conocerse las caras y el bachillerato, ¿por qué más llevaría un juguete? El gesto era una advertencia, o se ponían las pilas o no habría una feliz navidad. 

«¿Cuándo vendrán los buenos tiempos?», se preguntaba mi mamá. Los tiempos en los que no tuvieran que estar de arrimados con la suegra que todos los días le recordaba que su hijo se había chingado la vida al casarse con ella.

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