
Cuando gozaba de juventud, que pasará sobre mí no me importaba. Me daba lo mismo escuchar cada 365 días a los voceros de tu paso, o lanzar al cielo luces que simbolizaban la esperanza de que nos depares mejor suerte. Les daba oídos sordos a esos veteranos que machacaban en mi cabeza la frase: “aproveche bien el tiempo, guambrito”. Lo único que escuchaba en esos lastimeros consejos era el típico timbre que hay en las voces arrepentidas y angustiadas que advierten del peligro que le espera adelante a quien, por un abuso de la vitalidad y energía que goza, sobredimensiona sus posibilidades.
Por un momento te vi de reojo, y me di cuenta que sigues ahí. Esperando que me vuelva para verte. Te reíste de mis ridículos intentos por dejar de celebrar mi cumpleaños, de ver menos el calendario, y soltaste lágrimas de risa cuando mudé el reloj de mi sala a un lugar que casi nadie ve. Noté en cada carcajada, la seguridad de que, más temprano que tarde, estaría conversando contigo, pidiéndote me dejaras en paz.
La única ocasión en que hice un paréntesis a la indiferencia que me provocaste en mi juventud, fue cuando bajo tus ojos conocí a esa persona que me despertaba un profundo interés. Tu significado empezó a tener sentido. Cuando ella no estaba conmigo, miraba con desespero tus lecturas, contaba las horas para volver a verla, cada minuto me sumía en una profunda ansiedad y daba fuerza a mi sospecha de tener una baja autoestima. Pero cuando ella fungía de mi concomitante, tú procurabas que yo sintiera esa necesidad de alargar tu presencia.
Te esforzaste para que me diera cuenta de tu presencia. Elegiste mi cabellera, antes negra, para poner tus manos y dejarme impregnada esa tiza blanca que no me puedo quitar. Elegiste mi rostro para afilar un puñal que en ese entonces no sabía para qué ibas a utilizar. Cada pliegue es la muestra del esmero industrioso que pusiste para aguzarle un peligroso filo a ese metal.
Ya cuando estaba vencido, y me vi obligado a permanecer vegetativo y sólo, intenté conversar contigo. Ya no me aterrorizaba ver los instrumentos que le daban magnitud a tu paso. Traté de hacer las paces contigo, traté incluso de pedirte una prórroga, pero esa actitud impía tuya de la que siempre me advirtieron, no dio disculpa a que ese puñal que afilaste en mi rostro y cuerpo fuera asentado en mi corazón. Para solo así hacerme inmune a ti.
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