Los amores imprecisos

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“Es preciso” nunca parar de amarnos, aunque el delirio se arrope en la carne y los caminos de la piel decanten flacos y arrugados sobre rostros sin fin y sin comienzo.  

“Es preciso” que se confunda el deseo con la necesidad, la necesidad con la penuria y la penuria con la privación.

“Es preciso” el tránsito lineal del nómada que desestima los pasos en falso, cuya contingencia atemoriza el sentimiento mecánico que reconforta. “Es preciso” cercenar la metáfora por detrás y por delante, suturar el tropo que cicatrizó en muñón. ¡Pensar la poesía como sintaxis!

Sin embargo, me temo, con el corazón crecido en anatomías distantes, que hay que revivir las discusiones en campo santo.

¿Qué es la precisión sino un mero simulacro con presunta estabilidad? ¿No es acaso la precisión un punto en el espacio que en su tensión -un punto prolongado- da origen a una geometría lineal? No hay línea sin un punto, no hay precisión si no la antecede algo que se desborde.

¿Y entonces por qué no paramos a desdibujar los límites precisos de la exactitud? ¿Por qué no nos demoramos en la contemplación activa de lo que acontece? ¿Por qué no nos apasionamos hasta el compromiso responsable y arropamos la fugacidad del momento, agotando en sus posibilidades la piel y sus arrugas, el tacto y su erotismo?

¿Para qué confundir la necesidad hasta la privación, si lo que prima es asir la ausencia y transformarla en calor corporal, en encuentros disidentes y caricias que hagan temblar? ¿Qué acaso una línea no es un punto en movimiento? ¿Qué acaso una línea no se compone de puntos que se apapachan en sucesión como tratando de protegerse del frío? ¿No es la poesía -poiesis- creación destructiva y la destrucción lo que nos conjuga en una sola herida, que se despliega en otras tantas? ¿No es la herida una vulneración que se convierte en resistencia y cristaliza en amores varios? Porque, después de todo, nosotros somos cualquiera, somos cómplices de una incómoda comunidad, inconfesablemente estruendosa.

Porque, antes que nada, amarnos es reconocer más que imágenes tridimensionalmente culpables y estruendos irresponsablemente callados: las voces que, invisibles en el pavimento, brotan del suspiro contaminado de la metrópoli.

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