Quimera nocturna de un desamor

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Ella bailaba sola y se mecía en el centro de sus desilusiones. Al bajar la música, la muerte la sorprendió en vida, tumbó su cuerpo caliente al colchón y ahí la desnudó. 

Era abrumador. Ese silencio no conseguía tranquilizarla. Estaba como ida, con la mente en otras dimensiones, menos en la que sus muslos se apoyaban mientras gemía y gemía tocando su sexo, tratando de sentir algo, no sabía qué, algo que la conectara con este mundo y el resto de la humanidad. 

Estaba sola, se había abandonado a sí misma. Su piel brillaba por el sudor de su frente que no nacía del esfuerzo de escurrírsele el deseo entre los dedos, más bien emergía de una fiebre interna, de un dolor que la comía por dentro. 

Sonreía mientras gritaba de placer, y luego lloraba. Era un vacío lleno de colores marrón, amorfos y penetrantemente obscenos. 

Buscaba darle sabor a la vida coloreándola en tonos añiles, pero éstos, sólo le imprimían sabor a tristeza y misterio a su existencia. 

Resumía su existencia en mancha, en el lienzo del pintor ocioso que toma la acuarela por costumbre. Se veía reflejada en cada pintura de las galerías, empero, no se hallaba. 

A veces era sueño de amantes; a veces era pesadilla de arcángeles. 

Ella era todo lo prohibido y todo lo excitante de una mente y un corazón desordenados. 

Era sensual: su pasión desmesurada por vivir a tope o por morir abruptamente descolocaba al más cuerdo, enloquecía a cualquiera. 

Era encantadora, hasta el límite de la irritación, hasta que mutaba a cólera gracias al espíritu contradictorio que habitaba en sus entrañas. Con violencia, conseguía el desprecio de la criatura más noble. ¡Desesperaba!

Explotó en colores: alcanzó el orgasmo sensorial, el orgasmo del alma, con el escandaloso sabor de lo femenino.

Llegó la paz y armó guerra de reconciliación. Un silencio que no ensordecía, por fin, calmó su ser.

Así, de pronto, todo adquirió nuevos matices.

El silencio sólo era ruido de su mente.

Se miró al espejo y, por fin, el conejo blanco le sonrió sin malicia, entregándole tregua y esperanza, y colocó en su pecho un reloj que ya no marcaba el tiempo sino el ritmo de las emociones. Ahora los días transcurrirían únicamente si ella lograba danzar al compás del intervalo estipulado para escribir su propia historia.

Así era ella: en ocasiones, claridad y luz; algunas veces, escarmentaba al mismísimo demonio.

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