El ángel impreciso

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Reino un camino que jamás imaginé,

posada en un lago sobre el cielo;                              

con las imperiosas alas del movimiento:          

de plumas y ciervos, de caracolas y relojes.

 

Me llamo Mirzha, en teología soy esfinge.             

Celo la tierra porque no la puedo tocar;

agudizo el temor y lo resguardo; 

tan serena fue Cleopatra que me colocó su rostro.

 

No soy Eterna. ¡Vivo!

y por eso tengo manchas de sangre;

torpes proclamas de mi ciudad.

 

—Nunca te perdonaron.

Ajeno a tus penas, apóstata,

levántate contra la nube obscura:

el mirar del pueblo

ante los pasos de Antígona por el desierto.

 

Soy Religión. ¿Mi forma?:

el brazo, un labio, los ojos de color,

asomados en la superficie de la Noche.

Cuando alzo mi cabeza invisible,

suave y avasalladora como la luna

abrazo al mundo que me tiene por muerta.

 

Soy diurna, allí me conocieron,                 

y todos alguna vez me desearon.   

Doy gracias a la mañana rosada;

alta, tan alta que en su luz me reclino 

y restriego mis heridas en ellos                       

para dibujar las líneas que ya no poseo.

 

El mundo coronado en mi vientre:

azul tan magullado como la niña.

La veo de espaldas, casi sin voltear, 

tenuemente alumbrada (¿está por acostarse?, nunca lo descubro)

abajo, sobre la escalera que da a su tumba.

 

Siento a la madre encorvada por el sol;

voy a pensar por el Padre:

“por mi ignorancia,

la cólera de Dios nos fulminó”.

 

A la memoria de Mirza A. Chávez Martínez

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