La mujer de mis ojos

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La mujer de mis ojos tenía las manos hechas de trabajo y amor. Un poco más de trabajo, pero nunca menos de amor. Poseía en cada uno de sus dedos una voluntad inquebrantable, la alegría de una niña de cinco años que empieza a conocer el mundo, la frescura de una mañana madrugadora, la pureza de unas mantas limpias y la belleza de alma contenida en 1.58 m de existencia, en un planeta llamado Tierra.

Mis tardes con ella se vestían de lírica y telas ajenas, pues tenía el oficio de costurera (la más alegre que he conocido), y yo, como fiel compañera, para entonces no conocía los hermosos placeres de la costura, pero bastaba con mirarla y escucharla para saber que, en el fondo, un pensamiento me aseguraba que a mis siete años podía estar en el lugar menos adecuado, pero con la persona correcta, mi conchita.

Al despertar no hubo día en que no escuchara aquellas canciones que danzaban fuera de sus labios como aviso de que la oportunidad de ser y disfrutar existía. Un día cargado de trabajo para ella, siempre lo volvía especial.

En su voz estaba el inicio y el final, ella era dueña de su marcha y a mí me arrullaba para tomar la siesta con aquellas canciones de infantes que quedaron grabadas en lo más profundo de mi ser. Yo era amada en cada canción y palmada; lo sabía y le correspondía… Tras unos cuantos años, yo le cantaba las mismas canciones a mi pequeña hermana y, sorprendentemente, también la hacía dormir. No era un don, era amor.

La mujer de mis ojos no tenía miedo y me demostraba en cada acto que las mujeres podíamos ser fuertes y valientes, luchadoras e inalcanzables, que podíamos reír y también gritar. Me defendía y me amaba a capa y espada; esa espada me la heredó, o tal vez la tomé prestada cuando se fue pues creí que me correspondía para honrarla.

La mujer de mis ojos era también la mujer de mi sonrisa, de mis sueños, de mi alma, de mi infancia, la mujer que marcó mi vida, la mujer que no olvido, mi abuela.

Esa misma a quien con cariño le escribo:

La muerte es vacío.

Los cuerpos no existen, solo tocarte es real.

Te miro y me miras, te guardo en detalles y acto seguido pienso “no te apartes, nunca me faltes”. Pero, al final, ni tú ni nada es mío.

Recuerdo tu aroma, tu risa sonora; tus manos me cubren. Qué fortuna es poder recordarte.

¿Recuerdas las risas que nos causaba que te tocara con las manos frías? Inmediatamente lanzabas un chillido que nos llenaba de carcajadas a ambas.

A tu lado, en el mismo sitio, juntas, no había más que paz… hoy que no estás en presencia física, existimos en esa hamaca grande, con los calcetines puestos, envueltas en mantas calientes, tú leyendo y yo escribiendo en la memoria. 

La muerte, puede ser paz.

Eres paz.

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