Semáforo rojo

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 “Disculpe”, fue la primera y última palabra que escuché salir de tu boca. Me detuviste un semáforo antes de tomar la rotonda hacia mi trabajo.

—Disculpe, ¿sabe cómo llegar a la Roma?

No entiendo porque me hablaste de usted, si nos vemos de la misma edad… 

 —Sí, de hecho, ya estás en la colonia, pero sigue por avenida Chapultepec hasta la estación Cuauhtémoc…

Un desubicado más, pensé. Conduje a mi trabajo, bajé y desinfecté mis cosas; tomé asiento en la recepción. Constantemente me distraigo con los sonidos de ambulancias, las hojas que revolotean entre sí y las máquinas del piso de arriba.

 «¿Disculpe?».

Recuerdo tu cara, eres el que me habló en el semáforo en rojo de Tolsá. Preguntas por una tal Sonia López y te informo que se encuentra en el quirófano del doctor Guel. Me agradeces, doblemente. Nuestros encuentros se volvieron constantes, hasta que decidí preguntar:

—¿Es tu mamá?

—No, es la hermana de mi mamá, osea mi tía… —respondiste entre risas nerviosas, decido acechar lo innombrable.

—¿Vives por aquí?

Yo sabía que no, pues me habías preguntado por la ruta, y así comenzó nuestra historia. Durante trece días, cortas conversaciones se convirtieron en una más larga. Tres meses después estoy en tu apartamento, el cual llevas rentando la misma cantidad de meses que nos conocemos. Una linda cena en un octavo piso. Desde aquí veo las grandes calles de Ciudad de México, inhalo, exhalo y poco a poco dejo de ver, pero mis oídos que aún funcionan solo escuchan un: «Disculpe».

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