Solo una palabra sola

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Ninguna persona nació de la nada. Todos surgimos como continuidad de un milenario pasado y como presagio de un futuro tan lejano que se escapa de nuestra vista y se pierde en el horizonte. Somos parte de la humanidad; somos una de las tantas formas de vida que hay en este planeta.

De forma análoga, las palabras no están solas, vienen arrastrando una historia morfológica y semántica. Quizá no todos hemos pensado en que, por ejemplo, la palabra “amor” prácticamente no ha cambiado su forma desde su origen en el latín, ni hemos considerado que esa misma palabra ha sido usada por Platón, Bécquer, Shakespeare, Benedetti o por ti, estando enamorado.

Pero vaya que sí nos percatamos, por ejemplo, cuando la nueva conquista de nuestro amigo tiene el mismo nombre que su exnovia. En ese caso, es obvio que esa palabra ya no es solo el nombre de una persona, sino que también, inevitablemente, nos recuerda a alguien más.

Como lingüista y literata, me gustan las palabras. Disfruto cantarlas, escucharlas, leerlas y escribirlas; seleccionarlas, acomodarlas; a veces, medirlas. Pero hay una palabra que, al oírla mencionar, me congelo. Llevo tiempo evitándola y aunque sé que en algún momento la tendré que enfrentar, no tengo la menor intención de acelerar el proceso. 

Solo espero que antes de tener que explicársela a ella, logre que no sea ya un recuerdo doloroso que preferí bloquear; que no se sienta como una ausencia o un fracaso; solo espero que cuando llegue el momento, solo sea una palabra, una palabra que no venga acompañada de tristeza o enojo, que sea solo una palabra sola.

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