Las amistades duran más de una vida

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La risa de Miranda me llenó el corazón. Nunca aprendí a sonreír, no pude corresponderle. Toda ella olía a especias de cocina y un toque de perfume de magnolias.

—Mírate, qué contenta estás. ¿Serás mi animal familiar? —Me acarició la cabeza y las orejas—. Puedes comer y dormir lo que gustes. No te preocupes, yo te voy a cuidar.

Esa promesa se volvió todo para mí.

El tiempo se me pasó en mañanas con aroma a café. Hasta que un día no pude levantarme, me dolía la cadera y me costaba respirar. Di mi mejor esfuerzo, sin embargo, no logré ponerme de pie. Miranda se preocupó muchísimo, me llevó al doctor. Aunque lo detestaba, ese día no le tuve miedo. 

Salió de la habitación después de revisarme y escuché a Miranda gritar de tristeza. Nuevamente, traté de levantarme, pero me fue imposible. Lo último que recuerdo fueron las lágrimas y las dulces palabras de mi adorada amiga:

—Cierra los ojos y concéntrate en mi voz. Vas a estar bien. Duerme, preciosa —sollozó. 

Los ojos tristes de mi amiga me rompieron el corazón. Mientras la oscuridad me consumía, le prometí volver a encontrarnos en nuestra próxima vida.

Vuelvo a encontrar a Miranda, ella no me ha reconocido. Está demasiado tranquila sentada en el porche de esa vieja casa. Avanzo con precaución para que no me atropellen los autos y me meto debajo de la mecedora. Todavía huele a especias de cocina, pero su perfume de magnolias ha sido sustituido por un olor a medicina. 

—Vaya que te tomaste tu tiempo —se ríe, sin poder doblarse. Levanto la cabeza y toco su mano con la nariz—. ¿Te quedarás conmigo hasta que tenga que irme? Cuando eso pase, quiero creer que tendré la capacidad de reencontrarte o reconocerte. 

Las posibilidades son remotas, el que yo esté aquí es un milagro. Le sonrío tal como ella lo hizo cuando nos conocimos. El brillo de los ojos de Miranda se intensifica y me devuelve la sonrisa. Puedo ver cómo su felicidad le borra el paso del tiempo y, a la vez, le acentúa cada pliegue. Mi amiga está muy vieja.

Reconozco que esta vida está llena de encuentros y despedidas, y en esta ocasión me toca a mí consolarla en la incertidumbre. Ojalá pudiera decirle: «No pasa nada, el ciclo nunca se rompe. Renacerás en el futuro y, con suerte, nos volveremos a ver».

Pero no fue suerte. Fue la promesa lo que me dio la fuerza para renacer. Es mi turno de guiarla en el camino hacia la vida otra vez. Ese es mi juramento: «Seré tu animal familiar en cada reencarnación».

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