Mi hija mayor se llama Cielo
que se hace de noche.
Su nombre hasta ayer era Nebulosa.
Con la punta de los dedos tocaba
la nariz de un mamífero
que se acercaba a otear su sangre
por detrás de una malla de metal.
Me habla de conocer nuevas especies de árboles,
de una casa que todavía no existe
y de ventanas por cuyas cesuras
se aprecia el mundo fragmentado,
el nuevo día que se escribe.
Algo continuamente está iniciando.
Adopta como suyos a los gatos
que llegan a vivir en los jardines públicos.
Tendrá un hijo, me dice, y le llamará Méjico;
Polo sur para su pequeña hermana.
Cuidará de sus plantas futuras desde ahora.
Si el tiempo se aproxima y arruina lo acordado:
la casa, los amores, el jardín
hoy todavía en el aire,
habrá que levantar una vez más
la torre, la decisión y el destino.
Y no precisamente en ese orden.
Si algo resiste, está viviendo entonces.
Recuerda que la vida no tiene dueño.
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