Súplica de una pasión agonizante

hurricane-g4ac444ff8_1920-thegem-blog-default

Vino a decirme que se iría en mucho menos de lo que dura el ojo de un huracán, pero con los mismos estragos, y yo no pude emitir ni un reproche, ni siquiera romper un cristal para que se quebrara como yo. Cada minuto era un sofoco lleno de vacío, dolía y yo podía tocarlo.

Vino de nuevo a pedirme perdón, a decirme que ese dolor era normal, típico en un fractura, pero que no podía dormir sabiendo que viviría con tranquilidad mientras yo no. Al final, ninguno de los dos podría, tan insípidos entre las rutinas y tan mancillados por pequeñas frases que se quedaron grabadas como cicatrices, sin forma de no vivirlas, dentro del mismo vicio de conceder disculpas por querer ser mejores, aunque sabíamos que no había forma.

Vino a cerrarme los ojos para que, con un poderoso respiro, recapacitara respecto a todas las esperanzas y posibilidades a nuestro alrededor. Pero la verdad es que se sintió como si me congelara y fuera tarde, sin que me pudiera negar. Cuando ya estaba al borde del filo, sentí como si me empujara. Le hubiera parecido tan fácil ayudarme, que hubiera sido tonto no hacerlo, y así lo dijo, lo recuerdo bien. Dijo que era tan hermoso salir a ver lo que hay allá afuera, en las amplias avenidas, y repercutir en las demás vidas. Dijo que no me podía perder la experiencia, pero si tan solo abriera mi grillete, hubiera podido escapar desde hace años. Y yo, en cambio, no habría regresado a decir adiós.

Se fue con tanta plenitud y con tanta paz, que me hizo sentir envidia. Me dije una y otra vez que yo podía tener la misma calidad de temporales, las mismas primaveras y los mismos amaneceres, pero a media luz se siente diferente un día cualquiera, un desayuno más, o un golpe que no me termina de despertar. Esa sensación de que hay una peste afuera, buscando víctimas, y yo soy su favorita. Una poderosa anestesia que solo se revierte cuando vuelve a abrir la puerta anunciando que se le olvidó algo que no era yo.

Me fui también. Di el primer paso de lo que sería un largo recorrido, el más largo de todos, con un frío bastante refrescante encima de mí, frente a un presentimiento gentil, y ni las lámparas ni las miradas lograron deslumbrarme, descubriendo finalmente que todo era pasajero y profundamente bello hasta cuando duele, pero que también es inconstante, y que pudo ser tan fácil soslayarlo, que fui yo quien no quiso aceptar su simplicidad, pero ya que caminaba sobre ella, la acepto con no más que cierto agrado, porque el secreto fue enloquecer, y se sintió bien.

16

Dejar un comentario

X