
Casi lo pisaba, un huevito pequeño, gris, con manchas color café.
Te conocí cuando eras un bebé, te miré y no estaba segura de quién eras, pero desde aquel momento sentí que debía cuidar de ti. Creciste y nos volvimos amigos; y aunque recuerdo que todo el tiempo peleábamos, también la pasábamos bien con las aventuras imaginarias creadas por ti, mi compañero incondicional, y por mí.
Caminábamos, todo estaba cubierto de césped. De pronto algo me hizo mirar hacia abajo: un huevito, ¿cómo llegó ahí? No había árboles cerca, pero ahí estaba sobre el césped, indefenso. Decidí agarrarlo con mucho cuidado, pero estaba vacío, me pareció curioso y lo guardé en mi mochila. Seguimos el camino de regreso a casa. Todo el tiempo pensé en ti y en todo lo que hemos pasado.
Casi llegábamos, saqué el huevito de mi mochila y te dije: que bonito está, es como tú cuando eras bebé. Tú me respondiste que posiblemente era una metáfora que la vida nos quiso compartir; siempre he creído que tienes las palabras justas para el momento indicado, así que decidí que debía de guardar el huevito como recuerdo de aquella salida contigo.
Al llegar a casa dejé la mochila con cuidado, pues sabía que el huevito seguía ahí, salí un momento y al regresar busqué el huevito para guardarlo en un lugar seguro. Ya no estaba, quizá se rompió y quedó pulverizado, pero no había forma. Tal vez jamás sabré cómo pasó, pero comprendí la metáfora de la que hablabas, el huevito estaba vació porque tú ya no estás ahí, has roto el cascarón; y estoy orgullosa de ti.
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